Los motores están
encendidos. En medio del desierto, la avioneta me espera impaciente en la pista
de aterrizaje. El maestro de salto camina solo algunos pasos delante mío,
voltea constantemente para apurar mi andar y, quizás también, para asegurarse
que no desista: admito que la idea ronda mi mente. Aun así, a paso lento y con
la mirada clavada en el suelo, sigo adelante; aferrándome, sujetando casi ya
con la uña del dedo meñique lo poco de determinación que me queda ahora que el
salto es un hecho. El ruido de los motores nubla todo pensamiento, el sol pega
con fuerza aquí en el desierto. Miro hacía la avioneta y la encuentro
desdibujada; derritiéndose sobre el fondo infernal. La determinación acaba por resbalarse
de mis manos. Bajo la mirada en busca del piso para ubicarme, no lo encuentro.
¿He saltado ya?
Dejo que mi mente me
desampare, me dejo a merced de mis temores. El cuerpo me engaña. El paracaídas
es pesadísimo, me cuesta ver debajo de las gafas, siento que algo me aprieta la
garganta y me ahoga, el casco está muy ajustado – pienso– pero al segundo noto
que aún lo tengo en mis manos. Paro. Me agacho en cuclillas.
Aquella madrugada tocaron
la puerta de mi habitación, desperté intranquilo y pregunté quién era, nadie
respondió. Sabía que los golpes fueron reales pero por unos momentos le pude
atribuir mi despertar al sonido en un sueño. Volvieron a tocar, esta vez me
levanté y mientras caminaba hacía la puerta en silencio, comprendí que
finalmente el cuerpo de Luzmila, mi abuela, había dejado de luchar y había
elegido las primeras horas de ese lunes de diciembre para desprenderse de su
alma. El mundo en el que viví todos estos años llegó a su fin con el último
respiro de mi abuela. Luzmila era para mi el último puente entre el niño que
alguna vez fui y el hombre que ahora soy. Me había preparado por meses, había
anticipado mentalmente los escenarios que se desplegarían en mi vida tras su
ausencia. Pero la teoría no es más que un papel lleno de letras volando con
rumbo incierto en medio del tornado que es la vida. Solo la experiencia, el
transitar por el camino es lo que realmente le da aplomo a nuestro andar. La
teoría previa suministrada termina siendo un agridulce “te lo dije” cuando la
situación te alcanza y te sobrepasa. La verdad es que no nacemos preparados
para nada y finalmente la vida es aprender a crear callos que puedan evitarnos
la mayor cantidad de dolores.
Desde su muerte estuve dando
saltos inciertos sobre los escombros de la única vida que había conocido, desde
ahí soy un equilibrista que busca como mantenerse en pie sobre un terreno
caduco del cual debe saltar ya para encontrar el suyo.
Dejo caer el casco a mi
lado. Levanto la mirada del suelo, las hélices giran, levantan polvo creando caos
a su alrededor. El maestro sigue a paso firme, volteará nuevamente en cualquier
momento y si ve mi inseguridad no me dejará saltar y si no salto ahora, es
probable que no lo haga. Pondré excusas, lo aplazaré, me justificaré y lo
dejaré pasar como se me pasó todo el verano, como se me han pasado muchas cosas
en la vida. El cielo se mantendrá azul solo por este mes, pronto las nubes se
cernirán nuevamente sobre él y, quién sabe, quizás esta vez sea mi última
oportunidad para saltar.
Respiro, elevo la mirada,
la luz irrumpe mis ojos, invade mi mente y recorre mi cuerpo hasta las piernas.
Es hora Victor, dependes de ti, se firme, estarás bien. Estaré contigo. Cierro
los ojos, la luz se queda dentro de mí. Tomo el casco, me levanto y camino
hacía la avioneta. Al lado de la puerta el maestro agita la mano para que suba
mientras grita eufórico ¡Vamos, cielos azules!
La avioneta se eleva. Dejo
la tierra y en ella, todo lo que he hecho en estos años de vida. Me elevo,
busco nuevas perspectivas. Es hora. El maestro da las indicaciones, me siento
al borde de la puerta, el viento golpea mis piernas pero estas permanecen
firmes. ¡Ahora! –grita. Me impulso, empujo mi cuerpo al vacío con mis propias
manos. Me suicido. Giro un par de veces en la inmensidad del cielo hasta que me
nivelo, estoy absolutamente solo.
Sus manos siempre cálidas,
sus ojos de color indescifrable, su sonrisa, su bondad, su pena, su dolor, todo
vuela; se desprende de mi en el aire y se va hacia arriba. Los sigo con la
mirada, los veo por última vez hasta que desaparecen en medio del cielo. Vuelo
libre.
La tierra se despliega
inmensa, estoy llegando al mundo nuevamente. Observo, aún quedan unos segundos,
busco mi lugar para aterrizar. Jalo la soga, el paracaídas se abre y tira
de mis hombros. Estoy listo.