sábado, 1 de julio de 2017

Salto

Los motores están encendidos. En medio del desierto, la avioneta me espera impaciente en la pista de aterrizaje. El maestro de salto camina solo algunos pasos delante mío, voltea constantemente para apurar mi andar y, quizás también, para asegurarse que no desista: admito que la idea ronda mi mente. Aun así, a paso lento y con la mirada clavada en el suelo, sigo adelante; aferrándome, sujetando casi ya con la uña del dedo meñique lo poco de determinación que me queda ahora que el salto es un hecho. El ruido de los motores nubla todo pensamiento, el sol pega con fuerza aquí en el desierto. Miro hacía la avioneta y la encuentro desdibujada; derritiéndose sobre el fondo infernal. La determinación acaba por resbalarse de mis manos. Bajo la mirada en busca del piso para ubicarme, no lo encuentro. ¿He saltado ya?

Dejo que mi mente me desampare, me dejo a merced de mis temores. El cuerpo me engaña. El paracaídas es pesadísimo, me cuesta ver debajo de las gafas, siento que algo me aprieta la garganta y me ahoga, el casco está muy ajustado – pienso– pero al segundo noto que aún lo tengo en mis manos. Paro. Me agacho en cuclillas.

Aquella madrugada tocaron la puerta de mi habitación, desperté intranquilo y pregunté quién era, nadie respondió. Sabía que los golpes fueron reales pero por unos momentos le pude atribuir mi despertar al sonido en un sueño. Volvieron a tocar, esta vez me levanté y mientras caminaba hacía la puerta en silencio, comprendí que finalmente el cuerpo de Luzmila, mi abuela, había dejado de luchar y había elegido las primeras horas de ese lunes de diciembre para desprenderse de su alma. El mundo en el que viví todos estos años llegó a su fin con el último respiro de mi abuela. Luzmila era para mi el último puente entre el niño que alguna vez fui y el hombre que ahora soy. Me había preparado por meses, había anticipado mentalmente los escenarios que se desplegarían en mi vida tras su ausencia. Pero la teoría no es más que un papel lleno de letras volando con rumbo incierto en medio del tornado que es la vida. Solo la experiencia, el transitar por el camino es lo que realmente le da aplomo a nuestro andar. La teoría previa suministrada termina siendo un agridulce “te lo dije” cuando la situación te alcanza y te sobrepasa. La verdad es que no nacemos preparados para nada y finalmente la vida es aprender a crear callos que puedan evitarnos la mayor cantidad de dolores.

Desde su muerte estuve dando saltos inciertos sobre los escombros de la única vida que había conocido, desde ahí soy un equilibrista que busca como mantenerse en pie sobre un terreno caduco del cual debe saltar ya para encontrar el suyo.

Dejo caer el casco a mi lado. Levanto la mirada del suelo, las hélices giran, levantan polvo creando caos a su alrededor. El maestro sigue a paso firme, volteará nuevamente en cualquier momento y si ve mi inseguridad no me dejará saltar y si no salto ahora, es probable que no lo haga. Pondré excusas, lo aplazaré, me justificaré y lo dejaré pasar como se me pasó todo el verano, como se me han pasado muchas cosas en la vida. El cielo se mantendrá azul solo por este mes, pronto las nubes se cernirán nuevamente sobre él y, quién sabe, quizás esta vez sea mi última oportunidad para saltar.

Respiro, elevo la mirada, la luz irrumpe mis ojos, invade mi mente y recorre mi cuerpo hasta las piernas. Es hora Victor, dependes de ti, se firme, estarás bien. Estaré contigo. Cierro los ojos, la luz se queda dentro de mí. Tomo el casco, me levanto y camino hacía la avioneta. Al lado de la puerta el maestro agita la mano para que suba mientras grita eufórico ¡Vamos, cielos azules!

La avioneta se eleva. Dejo la tierra y en ella, todo lo que he hecho en estos años de vida. Me elevo, busco nuevas perspectivas. Es hora. El maestro da las indicaciones, me siento al borde de la puerta, el viento golpea mis piernas pero estas permanecen firmes. ¡Ahora! –grita. Me impulso, empujo mi cuerpo al vacío con mis propias manos. Me suicido. Giro un par de veces en la inmensidad del cielo hasta que me nivelo, estoy absolutamente solo.

Sus manos siempre cálidas, sus ojos de color indescifrable, su sonrisa, su bondad, su pena, su dolor, todo vuela; se desprende de mi en el aire y se va hacia arriba. Los sigo con la mirada, los veo por última vez hasta que desaparecen en medio del cielo. Vuelo libre.

La tierra se despliega inmensa, estoy llegando al mundo nuevamente. Observo, aún quedan unos segundos, busco mi lugar para aterrizar. Jalo la soga, el paracaídas se abre y tira de mis hombros. Estoy listo.