lunes, 1 de agosto de 2016

Silencio

Las olas golpeaban con fuerza y vapuleaban a Patricia sin cesar. El mar parecía haber despertado de pronto, el suelo se estremecía y, como presagiando lo peor, el sol se ocultaba tras las nubes. Agotadas las energías de su instinto de supervivencia y cuando ya se hundía inminentemente, Patricia sintió la vida que llevaba en su vientre y encontró en ella un último aliento que le permitió emerger para que su esposo termine de salvarla.

Durante los últimos 2 meses de gestación, Patricia se preocupó por pedirle con ahínco a Dios que su hijo naciera con ojos claros. Los rezos, por azar o por genética, dieron resultado: Aarón tenía grandes ojos verdes, cabello castaño y era pequeño y delgado. –Tu mamá se concentró demasiado en los ojos, tanto que casi se olvidan del cuerpo, Mosquito– lo fastidiaba constantemente su papá.

Con el paso de los años, Aarón creció, engordó un poco y su cabello oscureció. Sus ojos se mantuvieron grandes y verdes y su papá lo siguió llamando Mosquito. También, con el paso del tiempo, cuando él tenía 6, sus padres se separaron. Ya hace tres años de eso.
Desde la separación, Aarón vivía con su mamá en la casa de su abuela materna. El desamor de sus padres aún se respiraba cada vez que Alfredo, el padre de Aarón, iba a recoger a su hijo para pasar los sábados juntos.

Desde la separación pocas eran las veces que Patricia dejaba que su hijo parta sin antes despotricar su rabia contra Alfredo; sin dudas ella fue la más afectada. Alfredo pudo dar vuelta a la página antes y al cabo de casi un año, siguió con su vida y empezó a salir con otras mujeres. Para patricia eso fue un trago amargo. Se volvió insegura y la inseguridad la volvió irritable: amargada. Profesores particulares empezaron a desfilar por la casa de la abuela de Aarón porque Patricia ya no era capaz de mantener la calma para ayudarlo con las tareas; poco a poco los almuerzos caseros fueron reemplazados por menús pues muchas eran las veces que Aarón volvía del colegio y Patricia aún se encontraba en la cama. Fácil hubiese sido que Alfredo se haga cargo de Aarón pero Patricia sabía que privar a Alfredo de ver a su hijo era meter el dedo en la herida. Alfredo sereno por naturaleza, había encontrado en Patricia el punto de quiebre que lo alejaba de su naturaleza contemplativa y por el contrario, los encuentros con ella –por intentar ver a su hijo– lo arrastraban al desconocido terreno de la exaltación y las peleas –en alguna ocasión casi hasta llegar a los golpes–. Finalmente Alfredo se rindió y aceptó ver a Aarón solo los sábados.

Ser el máximo premio al que aspiraban sus padres, resultaba para Aarón más una tortura que una alegría. Cada vez que su papá iba a recogerlo Patricia bajaba primero. Aarón se sentaba en la escalera, cerraba los ojos y esperaba impotente. Siempre lo mismo. El mar se iba encrespando, sus aguas se enturbiaban. Como olas reventando contra peñascos, el estruendo de los gritos hacía retumbar las paredes de la casa. Muchas veces se envalentonaba, abría los ojos y cuando estaba a punto de interceder, de decirles que paren, de gritar enérgicamente para acallarlos, las olas golpeaban con más fuerza y el piso se estremecía, Aarón cerraba sus ojos y sus palabras se ahogaban impotentes dentro de él. Finalmente Patricia entraba –la mayoría de veces llorosa–abrazaba a su hijo con mucha fuerza y le decía que lo iba a extrañar.

Después de tales escenas, era normal que el fin de semana no se mostrase auspicioso. El ánimo de Aarón estaba menguado y a su papá le tomaba un rato encontrar nuevamente la calma. La primera parte del esperado compartir era silenciosa.
Alfredo manejaba con la mirada fija en el camino, mientras sostenía el volante las venas de sus manos se hinchaban.
¿Qué haremos hoy día pa?- irrumpió Aarón incómodo por la cortina de silencio.
Alfredo exhaló. Se pasó la mano derecha por el rostro y luego le sobó la cabeza a su hijo sin quitar la mirada del camino.
Iremos a la casa de Mikaela en la playa El Silencio, Mosquito.
¿Quién es Mikaela?
Una amiga, Mika es una amiga.


La amiga de mi papá era muy bonita. La más bonita de las amigas que le conocí. Era alta y bastante delgada, su fino rostro estaba dominado por sus ojos marrón claro. Sus manos eran delicadas, tenía las uñas bien cuidadas. Cuando la recogimos de la tienda, vestía una pequeña falda blanca, un polo rosado y una vincha de colores sujetaba su largo cabello rubio. Cargaba dos bolsas amarillas y mi papá me dijo que baje para ayudar a subirlas en el asiento trasero. Me paralicé unos segundos, pero como siempre le hacía caso a mi papá, bajé. Tímidamente pero bajé.
Ella se inclinó hacia mí y me abrazó. –Hola Mosquito– me dijo alegremente. Sé que te gustan los tallarines rojos, así que he comprado todo para preparar unos muy ricos.

Aarón sintió en el abrazo de Mikaela mucha calidez. La calidez genuina que transmite alguien que en serio desea lo mejor para ti. La interacción entre Aarón y Mikaela fue natural. Incluso la ayudó en algunas cosas en la cocina. Mientras Aarón pelaba cebollas, por ejemplo, Mikaela se atrevió a decirle que no llore, que si ella veía que Alfredo lo volvía a amenazar con el matamoscas, lo iba a salvar. Aarón continuó el juego y, sollozando por el efecto lacrimógeno de las cebollas, le dijo que gracias pero que no se preocupe porque ya había aprendido a hacerse invisible para que no lo vea.
– ¡Aja! Ya sé tu secreto, Mosquito del mal– dijo de pronto Alfredo engrosando la voz y blandiendo un matamoscas por los aires. Mikaela, por fingir proteger a Aarón, dio un brinco exagerado y golpeó la olla de los tallarines, regándolos por el suelo. Distendidos, padre e hijo rieron mientras recogían los tallarines del suelo y Mikaela abría una nueva bolsa.

Luego del almuerzo, Alfredo se echó a descansar. Mikaela y Aarón bajaron a la playa.
–Gracias por defenderme del ataque del matamoscas– dijo Aarón en tono juguetón mientras avanzaban por el sendero de pequeñas piedras que desembocaban en las escaleras que descendían hacía la playa. –Cuando quieras– respondió Mikaela justo cuando llegaban al final del sendero. –Me gustaría que me defiendas también cuando mis papás discutan– finalizó Aarón.

Aquel sábado, Mika y yo, hicimos un pozo y jugamos fútbol en la arena. Ella era muy buena, le gané apenas por un gol, bueno, un autogol. Después me dijo que quería meterse al mar, yo le dije que la acompañaría hasta la orilla. – ¿Con éste calor no te vas a meter?– dijo mientras se quitaba la vincha de colores. –Es que no me provoca ahora– mentí. No había nadie en el agua. Las olas reventaban con fuerza. Sin dar tregua levantaban arena y salpicaban espuma: la orilla temblaba al compás del estruendo. Vi entrar a Mikaela, se zambulló fácilmente bajo una ola y nadó con firmeza unos metros más al fondo. Luego se quedó flotando. Sentado en la orilla sentí frío. El mar se tranquilizó por varios segundos y el sol pareció movilizar sus rayos para concentrarlos con más fuerza sobre Mikaela, quien flotaba despreocupada boca arriba con los brazos abiertos.
Aarón se levantó y caminó hacía la arena seca, se envolvió en su toalla y se quedó sentado observando el mar. Mikaela salió unos minutos después y se sentó a su lado. –No sabes de lo que te pierdes– dijo. Mientras se envolvía en su pareo, el sol pareció volver a brillar sobre la arena.


– ¿Cómo has hecho eso?, ¿cómo te has metido con tanta facilidad al mar? Las olas eran enormes, tan enormes que hacían temblar la arena– despotricó Aarón con la mirada fija en el mar.
Mikaela permaneció en silencio unos segundos antes de responder. He aprendido que las olas son del tamaño que nosotros las vemos, Aarón. Yo las veo pequeñas, no les temo, voy y me meto debajo de ellas. No siento miedo de enfrentar al mar.
Yo las veo enormes. Vienen una tras otra sin parar. Siempre lo mismo y no sé cómo reaccionar, ni siquiera puedo oír mis pensamientos.
–Bueno Aarón, no hacer nada es peor que intentar y fallar. No hacer nada es rendirte al miedo, quedarte callado. Aceptar los gritos– dijo Mikaela y Aarón la miró de reojo.
En el mar había ahora varias personas nadando. En la orilla algunos niños corrían persiguiendo gaviotas. El sol brillaba en toda la playa. Aarón sintió la refrescante brisa del mar en su rostro. Quiero meterme –dijo de pronto. No le quiero temer más– concluyó y se levantó mientras la toalla caía a la arena.
Mikaela avanzó hasta que el agua le llegara a la cintura, él la siguió pero se detuvo en la orilla. Como la luna, la presencia de Aarón parecía alterar la marea. Aarón cerró los ojos, retrocedió unos pasos, sintió los gritos, el retumbar el suelo. Mikaela salió del agua y se paró a su lado. Yo estoy acá, no te va a pasar nada, Mosquito.
Aarón cerró los ojos con más fuerza. ¿Y mañana? o el próximo sábado, ¿vas a estar? No, voy a estar solo de nuevo.
Mikaela puso su mano en mi hombro derecho –es cierto, vas a estar solo pero puedo enseñarte. Siempre vamos a estar solos y no debemos necesitar a nadie más. Abre los ojos, grítale al mar, saca de una vez todos tus gritos y enfréntalo. Que el miedo no te paralice más. Deja de ser Mosquito, se Aarón de una vez–.

Aarón abrió los ojos, Mikaela lo dejó y avanzó nuevamente hacia el mar y al acercarse la primera ola se sumergió, dio unas brazadas, se paró y regresó a donde estaba Aarón.
Cuando la ola esté cerca, sumérgete con fuerza debajo de ella, así no te revolcará y pasará por encima. Lo hacemos juntos a la cuenta de tres. Mikaela lo tomó de la mano con firmeza, avanzaron y a la cuenta de tres se sumergieron.
La primera vez que me sumergí bajo una ola sentí toda la fuerza del mar encima de mí. Vi directamente mi temor hacía él y sentí que a pesar de su inmensidad podía controlarlo. Detrás de su aparatoso estruendo que estremecía la arena, hallé armonía en su clásico sonido. Aprendí a disfrutar del mar y eso me trajo paz. Creo que fue la primera vez que me sentí así desde que tengo uso de razón. Finalmente, Mikaela soltó mi mano y pude hacerlo solo.

Durante el camino de regreso, Aarón le contó con entusiasmo a Alfredo todo lo que había hecho en la playa. Ya en Lima, mientras más cerca estaban de la casa, el silencio iba ganando terreno, Alfredo sostenía con más fuerza el volante, las venas de sus manos empezaban a hincharse nuevamente.
Alfredo estacionó el auto frente a la casa y bajó con Aarón. Tocó el timbre y se dispuso a esperar en silencio hasta que Patricia abriera.

Aarón tomó de la mano a su papá. Alfredo sintió como la mano de su hijo se entrelazaba firmemente con la suya y la sostenía con aplomo.
Esta vez déjame hablar a mí, Papá.