Las olas golpeaban con fuerza y vapuleaban a Patricia sin cesar.
El mar parecía haber despertado de pronto, el suelo se estremecía y, como
presagiando lo peor, el sol se ocultaba tras las nubes. Agotadas las energías
de su instinto de supervivencia y cuando ya se hundía inminentemente, Patricia
sintió la vida que llevaba en su vientre y encontró en ella un último aliento
que le permitió emerger para que su esposo termine de salvarla.
Durante los últimos 2 meses de gestación, Patricia se preocupó por
pedirle con ahínco a Dios que su hijo naciera con ojos claros. Los rezos, por
azar o por genética, dieron resultado: Aarón tenía grandes ojos verdes, cabello
castaño y era pequeño y delgado. –Tu mamá se concentró demasiado en los ojos,
tanto que casi se olvidan del cuerpo, Mosquito– lo fastidiaba constantemente su
papá.
Con el paso de los años, Aarón creció, engordó un poco y su
cabello oscureció. Sus ojos se mantuvieron grandes y verdes y su papá lo siguió
llamando Mosquito. También, con el paso del tiempo, cuando él tenía 6, sus
padres se separaron. Ya hace tres años de eso.
Desde la separación, Aarón vivía con su mamá en la casa de su
abuela materna. El desamor de sus padres aún se respiraba cada vez que Alfredo,
el padre de Aarón, iba a recoger a su hijo para pasar los sábados juntos.
Desde la separación pocas eran las veces que Patricia dejaba que
su hijo parta sin antes despotricar su rabia contra Alfredo; sin dudas ella fue
la más afectada. Alfredo pudo dar vuelta a la página antes y al cabo de casi un
año, siguió con su vida y empezó a salir con otras mujeres. Para patricia eso
fue un trago amargo. Se volvió insegura y la inseguridad la volvió irritable:
amargada. Profesores particulares empezaron a desfilar por la casa de la abuela
de Aarón porque Patricia ya no era capaz de mantener la calma para ayudarlo con
las tareas; poco a poco los almuerzos caseros fueron reemplazados por menús
pues muchas eran las veces que Aarón volvía del colegio y Patricia aún se
encontraba en la cama. Fácil hubiese sido que Alfredo se haga cargo de Aarón
pero Patricia sabía que privar a Alfredo de ver a su hijo era meter el dedo en
la herida. Alfredo sereno por naturaleza, había encontrado en Patricia el punto
de quiebre que lo alejaba de su naturaleza contemplativa y por el contrario,
los encuentros con ella –por intentar ver a su hijo– lo arrastraban al
desconocido terreno de la exaltación y las peleas –en alguna ocasión casi hasta
llegar a los golpes–. Finalmente Alfredo se rindió y aceptó ver a Aarón solo
los sábados.
Ser el máximo premio al que aspiraban sus padres, resultaba para
Aarón más una tortura que una alegría. Cada vez que su papá iba a recogerlo
Patricia bajaba primero. Aarón se sentaba en la escalera, cerraba los ojos y
esperaba impotente. Siempre lo mismo. El mar se iba encrespando, sus aguas se
enturbiaban. Como olas reventando contra peñascos, el estruendo de los gritos
hacía retumbar las paredes de la casa. Muchas veces se envalentonaba, abría los
ojos y cuando estaba a punto de interceder, de decirles que paren, de gritar
enérgicamente para acallarlos, las olas golpeaban con más fuerza y el piso se
estremecía, Aarón cerraba sus ojos y sus palabras se ahogaban impotentes dentro
de él. Finalmente Patricia entraba –la mayoría de veces llorosa–abrazaba a su hijo
con mucha fuerza y le decía que lo iba a extrañar.
Después de tales escenas, era normal que el fin de semana no se
mostrase auspicioso. El ánimo de Aarón estaba menguado y a su papá le tomaba un
rato encontrar nuevamente la calma. La primera parte del esperado compartir era
silenciosa.
Alfredo manejaba con la mirada fija en el camino, mientras
sostenía el volante las venas de sus manos se hinchaban.
¿Qué haremos hoy día pa?- irrumpió Aarón incómodo por la cortina
de silencio.
Alfredo exhaló. Se pasó la mano derecha por el rostro y luego le
sobó la cabeza a su hijo sin quitar la mirada del camino.
Iremos a la casa de Mikaela en la playa El Silencio, Mosquito.
¿Quién es Mikaela?
…
Una amiga, Mika es una amiga.
La amiga de mi papá era muy bonita. La más bonita de las amigas
que le conocí. Era alta y bastante delgada, su fino rostro estaba dominado por
sus ojos marrón claro. Sus manos eran delicadas, tenía las uñas bien cuidadas.
Cuando la recogimos de la tienda, vestía una pequeña falda blanca, un polo rosado
y una vincha de colores sujetaba su largo cabello rubio. Cargaba dos bolsas
amarillas y mi papá me dijo que baje para ayudar a subirlas en el asiento
trasero. Me paralicé unos segundos, pero como siempre le hacía caso a mi papá,
bajé. Tímidamente pero bajé.
Ella se inclinó hacia mí y me abrazó. –Hola Mosquito– me dijo
alegremente. Sé que te gustan los tallarines rojos, así que he comprado todo
para preparar unos muy ricos.
Aarón sintió en el abrazo de Mikaela mucha calidez. La calidez
genuina que transmite alguien que en serio desea lo mejor para ti. La
interacción entre Aarón y Mikaela fue natural. Incluso la ayudó en algunas
cosas en la cocina. Mientras Aarón pelaba cebollas, por ejemplo, Mikaela se
atrevió a decirle que no llore, que si ella veía que Alfredo lo volvía a
amenazar con el matamoscas, lo iba a salvar. Aarón continuó el juego y,
sollozando por el efecto lacrimógeno de las cebollas, le dijo que gracias pero
que no se preocupe porque ya había aprendido a hacerse invisible para que no lo
vea.
– ¡Aja! Ya sé tu secreto, Mosquito del mal– dijo de pronto Alfredo
engrosando la voz y blandiendo un matamoscas por los aires. Mikaela, por fingir
proteger a Aarón, dio un brinco exagerado y golpeó la olla de los tallarines,
regándolos por el suelo. Distendidos, padre e hijo rieron mientras recogían los
tallarines del suelo y Mikaela abría una nueva bolsa.
Luego del almuerzo, Alfredo se echó a descansar. Mikaela y Aarón
bajaron a la playa.
–Gracias por defenderme del ataque del matamoscas– dijo Aarón en
tono juguetón mientras avanzaban por el sendero de pequeñas piedras que
desembocaban en las escaleras que descendían hacía la playa. –Cuando quieras–
respondió Mikaela justo cuando llegaban al final del sendero. –Me gustaría que
me defiendas también cuando mis papás discutan– finalizó Aarón.
Aquel sábado, Mika y yo, hicimos un pozo y jugamos fútbol en la
arena. Ella era muy buena, le gané apenas por un gol, bueno, un autogol.
Después me dijo que quería meterse al mar, yo le dije que la acompañaría hasta
la orilla. – ¿Con éste calor no te vas a meter?– dijo mientras se quitaba la
vincha de colores. –Es que no me provoca ahora– mentí. No había nadie en el
agua. Las olas reventaban con fuerza. Sin dar tregua levantaban arena y
salpicaban espuma: la orilla temblaba al compás del estruendo. Vi entrar a
Mikaela, se zambulló fácilmente bajo una ola y nadó con firmeza unos metros más
al fondo. Luego se quedó flotando. Sentado en la orilla sentí frío. El mar se
tranquilizó por varios segundos y el sol pareció movilizar sus rayos para
concentrarlos con más fuerza sobre Mikaela, quien flotaba despreocupada boca
arriba con los brazos abiertos.
Aarón se levantó y caminó hacía la arena seca, se envolvió en su
toalla y se quedó sentado observando el mar. Mikaela salió unos minutos después
y se sentó a su lado. –No sabes de lo que te pierdes– dijo. Mientras se
envolvía en su pareo, el sol pareció volver a brillar sobre la arena.
– ¿Cómo has hecho eso?, ¿cómo te has metido con tanta facilidad al
mar? Las olas eran enormes, tan enormes que hacían temblar la arena– despotricó
Aarón con la mirada fija en el mar.
Mikaela permaneció en silencio unos segundos antes de responder.
He aprendido que las olas son del tamaño que nosotros las vemos, Aarón. Yo las
veo pequeñas, no les temo, voy y me meto debajo de ellas. No siento miedo de
enfrentar al mar.
Yo las veo enormes. Vienen una tras otra sin parar. Siempre lo
mismo y no sé cómo reaccionar, ni siquiera puedo oír mis pensamientos.
–Bueno Aarón, no hacer nada es peor que intentar y fallar. No hacer
nada es rendirte al miedo, quedarte callado. Aceptar los gritos– dijo Mikaela y
Aarón la miró de reojo.
En el mar había ahora varias personas nadando. En la orilla
algunos niños corrían persiguiendo gaviotas. El sol brillaba en toda la playa.
Aarón sintió la refrescante brisa del mar en su rostro. Quiero meterme –dijo de
pronto. No le quiero temer más– concluyó y se levantó mientras la toalla caía a
la arena.
Mikaela avanzó hasta que el agua le llegara a la cintura, él la
siguió pero se detuvo en la orilla. Como la luna, la presencia de Aarón parecía
alterar la marea. Aarón cerró los ojos, retrocedió unos pasos, sintió los
gritos, el retumbar el suelo. Mikaela salió del agua y se paró a su lado.
Yo estoy acá, no te va a pasar nada, Mosquito.
Aarón cerró los ojos con más fuerza. ¿Y mañana? o el próximo
sábado, ¿vas a estar? No, voy a estar solo de nuevo.
Mikaela puso su mano en mi hombro derecho –es cierto, vas a estar
solo pero puedo enseñarte. Siempre vamos a estar solos y no debemos necesitar a
nadie más. Abre los ojos, grítale al mar, saca de una vez todos tus gritos y
enfréntalo. Que el miedo no te paralice más. Deja de ser Mosquito, se Aarón de
una vez–.
Aarón abrió los ojos, Mikaela lo dejó y avanzó nuevamente hacia el
mar y al acercarse la primera ola se sumergió, dio unas brazadas, se paró y
regresó a donde estaba Aarón.
Cuando la ola esté cerca, sumérgete con fuerza debajo de ella, así
no te revolcará y pasará por encima. Lo hacemos juntos a la cuenta de tres.
Mikaela lo tomó de la mano con firmeza, avanzaron y a la cuenta de tres se
sumergieron.
La primera vez que me sumergí bajo una ola sentí toda la fuerza
del mar encima de mí. Vi directamente mi temor hacía él y sentí que a pesar de
su inmensidad podía controlarlo. Detrás de su aparatoso estruendo que
estremecía la arena, hallé armonía en su clásico sonido. Aprendí a disfrutar
del mar y eso me trajo paz. Creo que fue la primera vez que me sentí así desde
que tengo uso de razón. Finalmente, Mikaela soltó mi mano y pude hacerlo solo.
Durante el camino de regreso, Aarón le contó con entusiasmo a
Alfredo todo lo que había hecho en la playa. Ya en Lima, mientras más cerca
estaban de la casa, el silencio iba ganando terreno, Alfredo sostenía con más
fuerza el volante, las venas de sus manos empezaban a hincharse nuevamente.
Alfredo estacionó el auto frente a la casa y bajó con Aarón. Tocó
el timbre y se dispuso a esperar en silencio hasta que Patricia abriera.
Aarón tomó de la mano a su papá. Alfredo sintió como la mano de su
hijo se entrelazaba firmemente con la suya y la sostenía con aplomo.
Esta vez déjame hablar a mí, Papá.