jueves, 18 de febrero de 2016

A este lado de la ventana

Gerardo y Aarón tienen 15 años y son primos. Aarón es indeciso y enamoradizo; aún se avergüenza cuando tiene que hablar con alguna mujer. Gerardo, por el contrario, ya se ha tirado a un par de amigas de su promoción. Aarón quiere tirarse chicas como lo hace su primo. Aarón no quiere ser como es.

El último domingo que Gerardo estuvo de visita descubrió que por las escaleras que llevan a la azotea se puede ver el baño de la vecina. Ese día Aarón llegó a su casa y su primo ya estaba ahí. Apenas Gerardo lo vio le dijo que lo acompañe a la azotea para fumar. A mitad del recorrido le contó su descubrimiento.

Durante las anteriores visitas de Gerardo, Aarón y él habían pasado horas mirando a la calle de la sala esperando ver a la vecina llegar. Una argentina de 25 años a la que siempre parecía que la blusa le iba a estallar. Uno setenta de estatura, cabello negro y piernas largas que finalizaban en unas contundentes nalgas. Una locura de mujer, así la describía Gerardo.

Ese domingo la argentina no apareció y Gerardo se fue ansioso, no sin antes encomendarle a Aarón que saque partido del valioso descubrimiento y lo mantenga al tanto.
El lunes por la mañana, cuando Aarón bajaba de recoger su uniforme de la azotea, escuchó el agua de la ducha de la vecina corriendo. Tímidamente miró en dirección a la ventana y le pareció tan lejana, tan inalcanzable que, resignado, apretó los puños, bajó la mirada hasta encontrar el suelo y continuó descendiendo por las escaleras.

El miércoles de esa semana, al salir para ir al colegio, Aarón se topó con la argentina. Si bien solo cruzaron miradas un instante, Aarón sintió como si su cerebro se desconectara de su cuerpo, se abriera paso a través de su cráneo y saltara en busca del escote de la argentina. Nunca las palabras de Gerardo pudieron describir mejor lo que experimentó Aarón. Una locura de mujer.

Ese día, al volver de la escuela, Aarón se acercó a las escaleras que daban a la azotea. Poco menos de un metro separaba su casa del edificio contiguo. Aarón se asomó sobre la baranda de las escaleras, miró hacia abajo y calculó una altura de casi ocho metros. Suficiente para romperme varios huesos –concluyó. Luego de unos segundos de indecisión y de asegurar que nadie lo fuera a descubrir en tan inexplicable posición, trepó sobre la baranda y se tambaleó un momento hasta que pudo mantener el equilibrio. Luego se inclinó hacia adelante y apoyó sus manos en la pared del edificio. De esta manera, como haciendo planchas en vertical usando el edificio, Aarón quedó suspendido. El ángulo de visión era casi recto y no le permitía observar el baño en su totalidad. Aun estirando su cuello al máximo, la parte inferior de la ventana le quedaba a la altura de la nariz. Finalmente, tras practicar varias veces, definió cual sería la maniobra que ejecutaría la próxima vez que escuche la ducha.

Con el paso de los días Aarón se sintió más confiado y empezó a rondar la ventana con mayor frecuencia. La escalada le parecía cada vez más sencilla y se sentía apto de llegar a la cumbre sin perder el aliento. A pesar de la repentina valentía que había adquirido, por cinco días no volvió a escuchar la ducha abierta. La duda mata –pensaba arrepintiéndose de no haber aprovechado la oportunidad que tuvo y, por el contrario, imaginaba a su primo trepando decidido, incluso, hasta a meterse por la ventana.

La primera vez que Aarón vio aparecer el cuerpo desnudo de la vecina frente a sus ojos tuvo la sensación de estar en un desierto recorriendo frondosas dunas de blanca piel, bajo el sol más ígneo. Desvariando, Aarón cayó  sobre la arena y alzó la mirada al cielo: estaba celeste y despejado, como nunca lo había visto. En él, los senos de ella flotaban libres como un par de pomposas nubes y esto aumentaba su excitación. De pronto, la vecina sacudió su negra cabellera y el cielo se apagó oscureciendo por completo el desierto. Aarón se sintió observado y el miedo lo invadió. Aun así, deseaba más.

Entusiasmado, orgulloso quizá, llamó a Gerardo para contarle los acontecimientos. La respuesta de su primo no fue tan efusiva como esperaba. Tal vez ya tiene en la mente a una chica nueva –pensó Aarón. Así era Gerardo después de todo.

-¿Qué pasaría si alguien me encuentra encaramado espiando por la ventana? –dudó Aarón antes de escalar la segunda vez. -O peor ¿si la vecina me ve?... ¿o si quiere que la vea?

Luego de descubrir el cuerpo de la mujer que lo tenía impaciente, Aarón tuvo repetidas sesiones de sexo imaginario. Durante varias semanas su corazón pareció latir tantas veces en un segundo que su pene pasaba del reposo a la erección sin punto medio. En posiciones nunca antes practicadas pero siempre sosteniéndose con la mano izquierda en la pared, Aarón desencadenó con su mano derecha un sinfín de pajas increíbles. El vapor del agua caliente que salía por esa ventana le erizaba la piel, se le metía por los poros y lo hacía desbordar libido.

Los días empezaron a perder las horas y todo en la vida de Aarón comenzó a girar en torno a ese momento, a esa mujer, pues, aun cuando no se hallaba colgado de la ventana, en su mente retumbaba el sonido del agua corriendo. En sueños se metía por la ventana y la vecina lo recibía. Vestido entraba a la ducha. Primero la besaba y la sostenía por la cintura; luego le besaba el cuello y le apretaba las nalgas. Mientras la mano de la argentina se acercaba más a su pene, Aarón sentía como su ropa se humedecía. Sos Aarón, ¿verdad?... Me gusta tu nombre, che –y mirándolo a los ojos y estrujándole el falo, la vecina seguía susurrando –Aarón... Aaaron, mi varón... Mi varón –Él la tomaba de la cabeza y la dirigía hacia abajo hasta ponerla de rodillas. Hasta que toda su ropa se empapara.

La primera vez que Aarón observó por la ventana sin someter a su pene a estrujamientos hedonistas, encontró los ojos verdes, las cejas delgadas y la sonrisa impecable de su vecina; esa sonrisa que al surgir le generaba pequeños hoyuelos en los cachetes. En sus hombros descubrió pequeñas pecas y, en el hombro izquierdo, un tatuaje de Campanita. Aarón sonrió al pensar que por esa ventana se le permitía conocer a la vecina, incluso, más allá de la desnudez, pues en esos detalles había logrado ver a la niña que existía dentro de ese cuerpo de mujer.

Desde esa vez, todo comenzó a acontecer en cámara lenta. El chorro de agua se descomponía en miles de gotas las cuales se precipitaban con vehemencia hacía la piel de la argentina. Deseosas por humedecerla se destruían con el impacto y se deslizaban por su espalda, su pecho, sus piernas hasta finalmente morir en el piso.

Acomodado ya en la clásica posición, Aarón se asomó una vez más por la ventana. Su cuerpo ya ejecutaba la maniobra sin pensar, el ejercicio sería ya parte de la memoria muscular del joven para siempre. Esta vez la argentina estaba ahí, simplemente parada bajo el agua, hermosa como siempre, pero estática. Movía las manos de manera extraña a la altura de su vagina.  Su pasividad generó impaciencia en Aarón quien, osado, añadió una movida extra a la maniobra, una movida forzada con la cual logró elevarse un poco más y así pudo ver por primera vez toda la habitación. El cuadro completo, los rincones no explorados de ese mundo ideal al que tenía acceso para alimentar pasiones propias de la edad, propias de un niño desesperado por ser hombre. Los dedos de la argentina desaparecían entre los cabellos de un hombre que, arrodillado, compartía la ducha con ella. Aarón trastabilló pero se aferró con fuerza a la ventana; a su ilusión. Fuerte, más fuerte –dijo la argentina y se mordió el labio inferior. Luego tiró del cabello del hombre apartándolo de su cuerpo por unos segundos. El hombre era Gerardo.

Aarón cayó; perdió el equilibrio que tanto le había costado alcanzar y cayó. Simplemente no estuvo a la altura de sostener el nuevo movimiento.