miércoles, 11 de noviembre de 2015

A la orilla de la muralla


En el gimnasio, agitado al terminar un ejercicio, Aaron nota que un hombre lo mira tras un disimulo mal escenificado. Contextura mediana, 1.70 de estatura quizás. Cabello y ojos negros, piel blanca, cara ovalada. Nariz deprimida. En sus 50 probablemente. Un hombre normal, promedio, sin mayor gracia. Solo un hombre de ojos negros que lo mira.

El asma es el ahogamiento de aquel que cuando feto le faltó aire en el vientre.
Aaron superó el asma con el deporte. El karate y la natación tuvieron una presencia fugaz durante su infancia pero, finalmente, se quedó con el fútbol. Emotivo recuerda aquellos veranos en los que su padre lo inscribió en la escuela de fútbol. Durante seis años. Tres veces por semana, los tres meses de cada verano compartieron esa experiencia. Motivada, en principio, como un tratamiento para el asma, pero finalmente almacenada en la memoria como una de sus mejores vivencias juntos.

Luego de esos años Aaron nunca se despegaría del fútbol. Con el paso del tiempo y por practicidad, se adecuó a la disciplina del gimnasio. Incorporó también el gusto por montar bicicleta y así, con esos tres pilares, erigió la muralla para repeler los ataques.

El hombre lo mira cuando Aaron no lo mira, Aaron lo mira cuando el hombre no lo mira.
¿Quién es? ¿Es alguien?

Aaron sale del gimnasio. Hoy caminará las 12 cuadras que normalmente recorre en bicicleta ya que fue a entrenar directamente desde la oficina. El sol aún brilla, el cielo está despejado.  
¿Quién es? Es alguien.

A los seis años, Aaron entraba en crisis si a las 10 de la noche su mamá no estaba ya en casa. Llantos de hijo único perturbaban a los vecinos y a su abuela materna, la cual vivía en el piso de abajo. Al principio, la abuela, intentaba calmarlo, quizás más por vergüenza con los vecinos que por convicción. Pero poco tiempo después se cansó de subir escaleras en vano y aprendió a dejar que el crio se desgarre la garganta.

Alguna vez Aaron se topó con un pez en la orilla. Con los ojos estáticos, el pez abría y cerraba la boca. En su desesperación, intentaba dar grandes bocanadas de aire, intentaba respirar por más que jamás pudiese hacerlo. Muchas veces Aaron disfrutó en secreto los ataques de asma que lo aquejaban. Pues, además de contar con toda la atención de su mamá, le permitía experimentar la desesperación generada ante la incapacidad de salvar su propia vida, tal cual la sintió aquel pez ese día en la playa. Cuando los días de falta de aire quedaban atrás, las atenciones extremas de su mamá disminuían y Aaron, con varios kilos menos, miraba con nostalgia como el mar alcanzaba al pez y lo salvaba..

Cuando Aaron tenía nueve años, Gerardo, su tío, se mudó al tercer piso con su mujer e hija. La casa de su abuela en Jesús María, aquel lugar que aún aparece en algunos de los más desolados sueños de Aaron, era roja, grande y de arquitectura intrincada. El primer piso constaba solo de un pasadizo pintado de color rosado que conducía, sin mayor distracción, a unas escaleras recubiertas de madera. La casa empezaba en el segundo piso. Ahí vivía sola la abuela y es ahí a donde Aaron y su mamá tuvieron que mudarse con la llegada de Gerardo. Fue la segunda mudanza de Aaron luego de que sus padres de separaron.
Para esa época, él ya no orquestaba con su llanto las noches en su cuadra cada vez que su mamá salía. Aaron aprendió a dormirse en la cama de Esther, su madre, las noches que ella llegaba tarde. Así estaría obligado a despertarse cuando ella llegue y tenga que volver a su cama. Recién ahí podría conciliar el sueño de manera placentera. La desesperación detrás del llanto del niño no desapareció, solo se camufló, mutó en una estrategia más acorde con su edad.

Esa noche Gerardo llegó a casa a la media noche. En el estacionamiento había un auto de lunas oscuras el cual llamó su atención: nadie en la casa tenía carro.
La llave penetra la cerradura, solo medio giro hacia la derecha basta para que se abra la puerta. Gerardo entra. Hace un ruido de molestia chocando la lengua con la parte posterior de sus dientes. Gira tres veces la llave asegurando esta vez sí la puerta. Camina por el pasadizo de paredes rosadas. Pasa al lado de su bicicleta y desliza suavemente la mano por el asiento. Al lado está la de su sobrino también.

En la cama de su mamá Aaron duerme el sueño del impaciente: golpes retumban a lo lejos. Gritos distantes que parecen acercarse a medida que Aaron sale del aletargamiento. El despertar no fue abrupto porque el sueño no era profundo.
La televisión prendida transmite a esa hora algún programa sin sentido, sonido estrictamente ambiental. La puerta entreabierta permite el paso de la luz del hall, la cual penetra con potencia la habitación y la divide en dos partes. En una, Aaron, medio dormido, se siente solo en la cama de su mamá; en la otra, la cama de Aaron se siente sola sin él.
Se reincorporó poco a poco. Si bien ya podía tolerar que su mamá llegara tarde, no le gustaba despertar y darse con que aún no estaba. Se sentó en la cama, miró hacia ambos lados, se tocó la cabeza. Tenía el cabello parado. Se movió hasta el borde de la cama, puso los pies descalzos en el suelo. El frío trepó por ellos con fuerza y acabó de despertarlo. Ya con los sentidos a punto, cayó en cuenta de lo extraño que resultaba la luz del hall encendida a esa hora, pues si a Aaron le aterraba hasta la muerte que Esther no llegue a casa, a su abuela le sucedía lo mismo con la idea de que llegarán a fin de mes recibos de luz o agua ligeramente elevados.

Voces conocidas eran las que se distorsionaban en los gritos que se oían en alguna parte de la gran casa. La asustadiza mente del niño, la cual normalmente hubiese explotado en alucinaciones dramáticas, se quedó en blanco contradictoriamente. Los sonidos eran tan reales y la situación tan estimulante que no fue necesario que su mente forjara escenario alguno.


Aaron sale del dormitorio. Al otro lado del hall, el baño también destaca por tener la luz encendida. En el piso se observa ropa tirada. Indeciso, como un soldado solitario que debe cruzar la línea de fuego hacia territorio enemigo, Aaron atraviesa temeroso el hall y entra en el baño para husmear. Una camisa verde oscuro cuelga del lavatorio. Su improvisada presencia destaca en el ambiente plagado de celeste del baño de la casa de su abuela. El caño abierto y ropa repartida por el suelo completan la desordenada escena de esa hora de la madrugada. Aaron, aún con la mente en blanco, sortea la ropa del suelo y se detiene para observarse en el espejo que está encima del lavatorio. Su cabello está alborotado, sus ojos están rojos, tan rojos como amanecían cuando lloraba por la ausencia de su mamá. Cierra el caño, apaga la luz. Los gritos regresan.

Gerardo pelea. Las paredes rosadas del pasadizo de las bicicletas son el escenario donde Gerardo defiende el honor de la casa de su madre de la manera que mejor sabe, tal cual le enseñó su ausente padre, con los puños. Su fuerza se potencia en su ira. Gerardo es grande, pero al lado de su casi desnudo rival se ve gigante. La sangre parece no ser el límite, parece que solo la muerte es la señal de pare. Su esposa intenta contenerlo. Su hermana lo ataca, lo golpea, lo araña. Gerardo solo tiene ojos para su presa y cada vez encuentra menos resistencia en ella.

Botellas de vino decoran la mesa del comedor. Atraído por la luz, Aaron las encuentra. En la pared, el reloj de bordes plateados y números negros marca la 1:40 a.m. La madrugada es un mundo nuevo para Aaron. La madrugada es el momento de la libertad, de la tentación. Es un momento al que él no pertenece pero al cual decide adentrarse atraído por el peligro. La oscuridad, la imposibilidad de ver, el no tener el control. El dominio del miedo.

Finalmente, Aaron, reconoce que los gritos provienen de abajo, de la entrada de la casa. Deja atrás la escena de los vinos, camina unos pasos y se para frente a la escalera recubierta en madera gastada que conduce hacia el pasadizo rosado. Esas escaleras, en las que él tantas veces ha jugado con sus primos, son ahora un túnel oscuro, son ahora el descenso final al infierno personal del niño. Los gritos son ahora reconocibles. Las voces de su tío, su esposa y Esther; su madre, se mezclan en un griterío perturbador. -Están robando- llegó a pensar Aaron.

La ira de Gerardo hunde el índice y el anular de su mano derecha en los ojos de su rival. Los gritos de todos parecen acallarse cuando el hombre casi desnudo, el hombre cuya camisa verde descansa en el lavatorio del piso de arriba, expele un alarido corto pero penetrante. Gerardo siente los suaves globos oculares del hombre, esa distracción lo conecta. Siente los furibundos arañazos que su hermana le propina en el rostro, los gritos de su esposa, ve las bicicletas tiradas y el pasadizo empieza a estrecharse. Cierra los ojos e intenta buscar en su mente un freno, una mano que lo jale y lo arrebate del frío abrazo de la ira. Su hija, su niña, lo alcanza; le tiende la mano que nunca antes había encontrado al cerrar los ojos y lo libera del aciago abrazo.

Aaron bajó y observa desde la escalera: su bicicleta tirada, un hombre desconocido semidesnudo y ensangrentado gritando, su tío parado, con la camisa rasgada mientras Esther, su madre, desnuda, lo golpea.

La mente deforma los recuerdos cada vez que los pensamos. Una canción, un gesto o un hombre son capaces de despertar recuerdos olvidados pero potentes; recuerdos capaces de alterar el orden establecido para luego ser re-almacenados deformados para siempre.

El camino se ha tornado más largo y el cielo se ha cerrado repentinamente. Aaron llega finalmente a casa.  -¿Se podrán meter los dedos en los ojos de alguien sin dejarlo indefectiblemente ciego?- Los rayos del sol sufren para atravesar las nubes. Aaron introduce la llave en la cerradura con dificultad. Le falta el aire. 
¿A Esther realmente le importó?
Con los ojos estáticos, el pez intenta dar grandes bocanadas de aire en la orilla.