En el gimnasio,
agitado al terminar un ejercicio, Aaron nota que un hombre lo mira tras un
disimulo mal escenificado. Contextura mediana, 1.70 de estatura quizás. Cabello
y ojos negros, piel blanca, cara ovalada. Nariz deprimida. En sus 50
probablemente. Un hombre normal, promedio, sin mayor gracia. Solo un hombre de
ojos negros que lo mira.
La televisión
prendida transmite a esa hora algún programa sin sentido, sonido estrictamente
ambiental. La puerta entreabierta permite el paso de la luz del hall, la cual
penetra con potencia la habitación y la divide en dos partes. En una, Aaron,
medio dormido, se siente solo en la cama de su mamá; en la otra, la cama de
Aaron se siente sola sin él.
El asma es el ahogamiento de aquel que cuando feto le faltó aire en el vientre.
Aaron superó el asma con el deporte. El karate y la
natación tuvieron una presencia fugaz durante su infancia pero, finalmente, se
quedó con el fútbol. Emotivo
recuerda aquellos veranos en los que su padre lo inscribió en la escuela de fútbol. Durante
seis años. Tres veces por semana, los tres meses de cada verano compartieron
esa experiencia. Motivada, en principio, como un tratamiento para el asma, pero
finalmente almacenada en la memoria como una de sus mejores vivencias juntos.
Luego de esos años
Aaron nunca se despegaría del fútbol. Con el paso del tiempo y por practicidad,
se adecuó a la disciplina del gimnasio. Incorporó también el gusto por montar bicicleta
y así, con esos tres pilares, erigió la
muralla para repeler los ataques.
El hombre lo mira
cuando Aaron no lo mira, Aaron lo mira cuando el hombre no lo mira.
¿Quién es? ¿Es alguien?
Aaron sale del
gimnasio. Hoy caminará las 12
cuadras que normalmente recorre en bicicleta ya que fue a entrenar directamente
desde la oficina. El sol aún brilla, el cielo está despejado.
¿Quién es? Es
alguien.
A los seis años,
Aaron entraba en crisis si a las 10 de la noche su mamá no estaba ya en casa. Llantos de hijo único perturbaban a los vecinos y a su
abuela materna, la cual vivía en el piso de abajo. Al principio, la abuela,
intentaba calmarlo, quizás más por vergüenza con los vecinos que por convicción.
Pero poco tiempo después se cansó de
subir escaleras en vano y aprendió a
dejar que el crio se desgarre la garganta.
Alguna vez Aaron se
topó con un pez en la orilla. Con los ojos estáticos, el pez abría y cerraba la
boca. En su desesperación, intentaba dar grandes bocanadas de aire, intentaba
respirar por más que jamás pudiese hacerlo. Muchas veces Aaron disfrutó en secreto los ataques de asma que lo
aquejaban. Pues, además de contar con toda la atención de su mamá, le permitía
experimentar la desesperación generada ante la incapacidad de salvar su propia
vida, tal cual la sintió aquel pez ese día en la playa. Cuando los días de
falta de aire quedaban atrás, las atenciones extremas de su mamá disminuían y Aaron, con varios kilos
menos, miraba con nostalgia como el mar alcanzaba al pez y lo salvaba..
Cuando Aaron tenía
nueve años, Gerardo, su tío, se mudó al
tercer piso con su mujer e hija. La casa de su abuela en Jesús María, aquel
lugar que aún aparece en algunos de los más desolados sueños de Aaron, era
roja, grande y de arquitectura intrincada. El primer piso constaba solo de un
pasadizo pintado de color rosado que conducía, sin mayor distracción, a unas
escaleras recubiertas de madera. La casa empezaba en el segundo piso. Ahí vivía sola la abuela y es ahí a donde Aaron y su mamá tuvieron que mudarse con la llegada de
Gerardo. Fue la segunda mudanza de Aaron luego de que sus padres de separaron.
Para esa época, él ya no orquestaba con su llanto las
noches en su cuadra cada vez que su mamá salía.
Aaron aprendió a dormirse en la
cama de Esther, su madre, las noches que ella llegaba tarde. Así estaría obligado a despertarse cuando
ella llegue y tenga que volver a su cama. Recién ahí podría conciliar el sueño de manera
placentera. La desesperación detrás del llanto del niño no desapareció, solo se
camufló, mutó en una estrategia más
acorde con su edad.
Esa noche Gerardo llegó a casa a la media noche. En el
estacionamiento había un auto de lunas oscuras el cual llamó su atención: nadie en la casa tenía
carro.
La llave penetra la
cerradura, solo medio giro hacia la derecha basta para que se abra la puerta.
Gerardo entra. Hace un ruido de molestia chocando la lengua con la parte
posterior de sus dientes. Gira tres veces la llave asegurando esta vez sí la
puerta. Camina por el pasadizo de paredes rosadas. Pasa al lado de su bicicleta
y desliza suavemente la mano por el asiento. Al lado está la de su sobrino también.
En la cama de su mamá Aaron
duerme el sueño del impaciente: golpes retumban a lo lejos. Gritos distantes
que parecen acercarse a medida que Aaron sale del aletargamiento. El despertar
no fue abrupto porque el sueño no era profundo.
![](https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEhY5Nc_6yYHQexUo0l1IuoIn7HChk5ALYoxRQLwHQvryEVa3E0OBLfHScrwaJ5xzrbw9V5-74dYmVdCMV3RVcjSMJvb1Y4YZtxxMd17OspfcCon_pfVMqcbWDPeuJkCLUFlvw8_ETXci8kx/s320/Miedo.jpg)
Se reincorporó poco a poco. Si bien ya podía tolerar
que su mamá llegara tarde, no le
gustaba despertar y darse con que aún no estaba. Se sentó en la cama, miró hacia ambos lados, se tocó la cabeza. Tenía el cabello parado. Se
movió hasta el borde de la cama,
puso los pies descalzos en el suelo. El frío trepó por ellos con fuerza y acabó de despertarlo. Ya con los sentidos a
punto, cayó en cuenta de lo extraño
que resultaba la luz del hall encendida a esa hora, pues si a Aaron le aterraba
hasta la muerte que Esther no llegue a casa, a su abuela le sucedía lo mismo
con la idea de que llegarán a fin de mes recibos de luz o agua ligeramente
elevados.
Voces conocidas eran
las que se distorsionaban en los gritos que se oían en alguna parte de la gran
casa. La asustadiza mente del niño, la cual normalmente hubiese explotado en
alucinaciones dramáticas, se quedó en
blanco contradictoriamente. Los sonidos eran tan reales y la situación tan
estimulante que no fue necesario que su mente forjara escenario alguno.
Aaron sale del
dormitorio. Al otro lado del hall, el baño también destaca por tener la luz
encendida. En el piso se observa ropa tirada. Indeciso, como un soldado
solitario que debe cruzar la línea de fuego hacia territorio enemigo, Aaron
atraviesa temeroso el hall y entra en el baño para husmear. Una camisa verde
oscuro cuelga del lavatorio. Su improvisada presencia destaca en el ambiente
plagado de celeste del baño de la casa de su abuela. El caño abierto y ropa
repartida por el suelo completan la desordenada escena de esa hora de la
madrugada. Aaron, aún con la mente en blanco, sortea la ropa del suelo y se
detiene para observarse en el espejo que está encima
del lavatorio. Su cabello está alborotado,
sus ojos están rojos, tan rojos como amanecían cuando lloraba por la ausencia
de su mamá. Cierra el caño, apaga la luz. Los gritos regresan.
Gerardo pelea. Las
paredes rosadas del pasadizo de las bicicletas son el escenario donde Gerardo
defiende el honor de la casa de su madre de la manera que mejor sabe, tal cual
le enseñó su ausente padre, con
los puños. Su fuerza se potencia en su ira. Gerardo es grande, pero al lado de
su casi desnudo rival se ve gigante. La sangre parece no ser el límite, parece
que solo la muerte es la señal de pare. Su esposa intenta contenerlo. Su
hermana lo ataca, lo golpea, lo araña. Gerardo solo tiene ojos para su presa y
cada vez encuentra menos resistencia en ella.
Botellas de vino
decoran la mesa del comedor. Atraído por la luz, Aaron las encuentra. En la
pared, el reloj de bordes plateados y números negros marca la 1:40 a.m. La
madrugada es un mundo nuevo para Aaron. La madrugada es el momento de la
libertad, de la tentación. Es un momento al que él no pertenece pero al cual decide
adentrarse atraído por el peligro. La oscuridad, la imposibilidad de ver, el no
tener el control. El dominio del miedo.
Finalmente, Aaron,
reconoce que los gritos provienen de abajo, de la entrada de la casa. Deja atrás
la escena de los vinos, camina unos pasos y se para frente a la escalera recubierta
en madera gastada que conduce hacia el pasadizo rosado. Esas escaleras, en las
que él tantas veces ha jugado con
sus primos, son ahora un túnel oscuro, son ahora el descenso final al infierno
personal del niño. Los gritos son ahora reconocibles. Las voces de su tío, su
esposa y Esther; su madre, se mezclan en un griterío perturbador. -Están
robando- llegó a pensar Aaron.
La ira de Gerardo
hunde el índice y el anular de su
mano derecha en los ojos de su rival. Los gritos de todos parecen acallarse
cuando el hombre casi desnudo, el hombre cuya camisa verde descansa en el
lavatorio del piso de arriba, expele un alarido corto pero penetrante. Gerardo
siente los suaves globos oculares del hombre, esa distracción lo conecta. Siente los furibundos
arañazos que su hermana le propina en el rostro, los gritos de su esposa, ve
las bicicletas tiradas y el pasadizo empieza a estrecharse. Cierra los
ojos e intenta buscar en su mente un freno, una mano que lo jale y lo arrebate
del frío abrazo de la ira. Su hija, su niña, lo
alcanza; le tiende la mano que nunca antes había encontrado al cerrar los ojos
y lo libera del aciago abrazo.
Aaron bajó y observa desde la escalera: su bicicleta tirada, un hombre desconocido semidesnudo y ensangrentado gritando,
su tío parado, con la camisa rasgada mientras Esther, su madre, desnuda, lo golpea.
La mente deforma los
recuerdos cada vez que los pensamos. Una canción, un gesto o un hombre son
capaces de despertar recuerdos olvidados pero potentes; recuerdos capaces de
alterar el orden establecido para luego ser re-almacenados deformados para
siempre.
El camino se ha
tornado más largo y el cielo se ha cerrado repentinamente. Aaron llega
finalmente a casa. -¿Se podrán meter los dedos en los ojos de alguien sin
dejarlo indefectiblemente ciego?- Los rayos del sol sufren para atravesar las
nubes. Aaron introduce la llave en la cerradura con dificultad. Le falta el
aire.
¿A Esther realmente
le importó?
Con los ojos
estáticos, el pez intenta dar grandes bocanadas de aire en la orilla.