Muchas veces intenté acercarme. Muchas otras desistí
desmotivado ante la posibilidad de una nueva interrupción. Los intentos
fallidos fueron tan inverosímiles que llegué a sentirme como Truman en su
propio show. Finalmente las voces en mi cabeza me convencieron de no
presentarme.
Así aprendí a verte.
Tus facciones delicadas permiten resaltar tus ojos marrón
claro. Tus inquietas y pequeñas manos con uñas siempre bien pintadas. De risa
fácil y siempre vestida con blusa y pantalón pegado. Así, de lejos, fue que te
conocí. Aprendí tus gestos, tus movimientos e inventé el sonido de tu voz para
imaginar conversaciones.
Irónicamente entraste a mi vida por los oídos. La vez que te
descubrí, pasaste junto a mí llorando. Tus sollozos son el único sonido que oí
alguna vez pues cuando me alejé, resignado sólo a verte desde esta banca, tu
voz estaba muy lejos para llegar a mí y finalmente me acostumbré a no
conocerla.
Levantarme temprano, llegar primero a la oficina para zanjar pendientes,
tomar un taxi de diez soles y no usar la hora de refrigerio para almorzar hacía
que “coincidamos” dos veces por semana a la misma hora en aquel café en Larco.
Tú, la mayoría de veces acompañada. Yo solo, siempre.
Los días que estuviste acompañada fueron en los que más
aprendí de ti. Los días que estuvimos solos, únicamente me dediqué a contemplar
tu rostro mientras me conversabas como una niña entusiasmada en navidad. Sé que
prefieres hablar de tus anécdotas de universitaria y tienes miles al parecer.
Siempre recuerdo aquel examen final en la que te las ingeniaste con Hilda para
poner laxante al café del profesor para poder plagiar tranquila cuando este se
arrastrara al baño. Me gustaría haberte contado también de mi locura pero
siempre preferí callar para oírte.
Últimamente te he descubierto en maneras más intensas.
Todo comenzó la última vez que fuiste con Fernando hace 3 semanas. Como es común yo estaba detenido en tu rostro.
Fue cuando reíste y tu piel enrojeció que, luego de pestañear unas veces, presté atención a la figura completa y noté que a pesar de tu enrojecimiento, abrochabas seductoramente un botón de tu blusa blanca sin quitar la mirada de los ojos de él.
Descubrirte como mujer fue como ser condenado a abrazar una
estrella.
Ahora es innegable que sienta necesidad de tu cuerpo. En nuestros últimos encuentros me he visto obligado a valerme de lentes oscuros para no tener que observarte por lapsos y poder verte sin que veas que miro si es que pasas los ojos por mi banca. Ya no puedo quitarte la mirada.
Las imágenes de tu cabello castaño recogido detrás de tus
orejas, tus pestañas rizadas y tus dientes perfectamente alineados que hacen de
tu sonrisa el motivo para perder el hilo de una conversación, han salido de mi
mente para dar lugar al ligero rebotar de tus firmes tetas, las ganas de ser
ahorcado por tus poderosos muslos y a tu imponente trasero. Llevo ya una semana
masturbándome con tus recuerdos y más de una vez he ahondado por necesidad en
lo profundo de mi mente para ver si encuentro el sonido de tus sollozos y así poder
recrearte gimiendo. En la ausencia de tu voz me he visto en la necesidad de
privar de sonido mis propias fantasías. El mutismo ha derivado en que las
fantasías se tornen incoloras y he terminado dándome placer en una especie de
película antigua.
Me siento en la necesidad de algo más real, estoy decidido a intentar
entrar a ese café sólo una vez más con tal de darle a tu imagen un sonido que
alimente mis fantasías.
Ayer decidí que hoy sería el día de escuchar tu voz y no he
podido dormir por quedarme pensando en algo tan posible pero que no había
considerado. Nuestra relación es endeble y puede sucumbir ante un resfrió,
vacaciones o el cambio de rutina. Las ansias son más fuertes que el primer día
que iba a entrar al café con intenciones de hablarte. Me masturbo en automático
una vez más a las 5:10 a.m., me ducho y salgo de casa huyendo de mi mano
derecha.
Espero 20 minutos antes de poder entrar a mi oficina. Paso la
mañana entre reportes en Excel y pajas de inodoro descomunales sustentadas por fantasías
cada vez más elaboradas pero siempre en blanco y negro.
A la hora acostumbrada tomo taxi y llego sin contratiempos al
café. Frente a él me tiemblan las piernas. Pienso que una vez más algo impedirá
que logre mi propósito, miro la banca y siento que debo conformarme con sólo
verte. La idea de seguir fantaseando sin sonido me invade y esta vez entro decidido.
Me apresuro en ubicarme en la única mesa que queda libre. Pido la carta, me acomodo en la silla y
espero sentado en silencio pero pensando a gritos.
Diez minutos después, sentados en una banca frente a un café
en Larco, un hombre y una chica vestida con blusa y pantalón pegado, se cansan
de esperar a que se libere una mesa, se paran y se van a otro lado para
almorzar.