miércoles, 11 de noviembre de 2015

A la orilla de la muralla


En el gimnasio, agitado al terminar un ejercicio, Aaron nota que un hombre lo mira tras un disimulo mal escenificado. Contextura mediana, 1.70 de estatura quizás. Cabello y ojos negros, piel blanca, cara ovalada. Nariz deprimida. En sus 50 probablemente. Un hombre normal, promedio, sin mayor gracia. Solo un hombre de ojos negros que lo mira.

El asma es el ahogamiento de aquel que cuando feto le faltó aire en el vientre.
Aaron superó el asma con el deporte. El karate y la natación tuvieron una presencia fugaz durante su infancia pero, finalmente, se quedó con el fútbol. Emotivo recuerda aquellos veranos en los que su padre lo inscribió en la escuela de fútbol. Durante seis años. Tres veces por semana, los tres meses de cada verano compartieron esa experiencia. Motivada, en principio, como un tratamiento para el asma, pero finalmente almacenada en la memoria como una de sus mejores vivencias juntos.

Luego de esos años Aaron nunca se despegaría del fútbol. Con el paso del tiempo y por practicidad, se adecuó a la disciplina del gimnasio. Incorporó también el gusto por montar bicicleta y así, con esos tres pilares, erigió la muralla para repeler los ataques.

El hombre lo mira cuando Aaron no lo mira, Aaron lo mira cuando el hombre no lo mira.
¿Quién es? ¿Es alguien?

Aaron sale del gimnasio. Hoy caminará las 12 cuadras que normalmente recorre en bicicleta ya que fue a entrenar directamente desde la oficina. El sol aún brilla, el cielo está despejado.  
¿Quién es? Es alguien.

A los seis años, Aaron entraba en crisis si a las 10 de la noche su mamá no estaba ya en casa. Llantos de hijo único perturbaban a los vecinos y a su abuela materna, la cual vivía en el piso de abajo. Al principio, la abuela, intentaba calmarlo, quizás más por vergüenza con los vecinos que por convicción. Pero poco tiempo después se cansó de subir escaleras en vano y aprendió a dejar que el crio se desgarre la garganta.

Alguna vez Aaron se topó con un pez en la orilla. Con los ojos estáticos, el pez abría y cerraba la boca. En su desesperación, intentaba dar grandes bocanadas de aire, intentaba respirar por más que jamás pudiese hacerlo. Muchas veces Aaron disfrutó en secreto los ataques de asma que lo aquejaban. Pues, además de contar con toda la atención de su mamá, le permitía experimentar la desesperación generada ante la incapacidad de salvar su propia vida, tal cual la sintió aquel pez ese día en la playa. Cuando los días de falta de aire quedaban atrás, las atenciones extremas de su mamá disminuían y Aaron, con varios kilos menos, miraba con nostalgia como el mar alcanzaba al pez y lo salvaba..

Cuando Aaron tenía nueve años, Gerardo, su tío, se mudó al tercer piso con su mujer e hija. La casa de su abuela en Jesús María, aquel lugar que aún aparece en algunos de los más desolados sueños de Aaron, era roja, grande y de arquitectura intrincada. El primer piso constaba solo de un pasadizo pintado de color rosado que conducía, sin mayor distracción, a unas escaleras recubiertas de madera. La casa empezaba en el segundo piso. Ahí vivía sola la abuela y es ahí a donde Aaron y su mamá tuvieron que mudarse con la llegada de Gerardo. Fue la segunda mudanza de Aaron luego de que sus padres de separaron.
Para esa época, él ya no orquestaba con su llanto las noches en su cuadra cada vez que su mamá salía. Aaron aprendió a dormirse en la cama de Esther, su madre, las noches que ella llegaba tarde. Así estaría obligado a despertarse cuando ella llegue y tenga que volver a su cama. Recién ahí podría conciliar el sueño de manera placentera. La desesperación detrás del llanto del niño no desapareció, solo se camufló, mutó en una estrategia más acorde con su edad.

Esa noche Gerardo llegó a casa a la media noche. En el estacionamiento había un auto de lunas oscuras el cual llamó su atención: nadie en la casa tenía carro.
La llave penetra la cerradura, solo medio giro hacia la derecha basta para que se abra la puerta. Gerardo entra. Hace un ruido de molestia chocando la lengua con la parte posterior de sus dientes. Gira tres veces la llave asegurando esta vez sí la puerta. Camina por el pasadizo de paredes rosadas. Pasa al lado de su bicicleta y desliza suavemente la mano por el asiento. Al lado está la de su sobrino también.

En la cama de su mamá Aaron duerme el sueño del impaciente: golpes retumban a lo lejos. Gritos distantes que parecen acercarse a medida que Aaron sale del aletargamiento. El despertar no fue abrupto porque el sueño no era profundo.
La televisión prendida transmite a esa hora algún programa sin sentido, sonido estrictamente ambiental. La puerta entreabierta permite el paso de la luz del hall, la cual penetra con potencia la habitación y la divide en dos partes. En una, Aaron, medio dormido, se siente solo en la cama de su mamá; en la otra, la cama de Aaron se siente sola sin él.
Se reincorporó poco a poco. Si bien ya podía tolerar que su mamá llegara tarde, no le gustaba despertar y darse con que aún no estaba. Se sentó en la cama, miró hacia ambos lados, se tocó la cabeza. Tenía el cabello parado. Se movió hasta el borde de la cama, puso los pies descalzos en el suelo. El frío trepó por ellos con fuerza y acabó de despertarlo. Ya con los sentidos a punto, cayó en cuenta de lo extraño que resultaba la luz del hall encendida a esa hora, pues si a Aaron le aterraba hasta la muerte que Esther no llegue a casa, a su abuela le sucedía lo mismo con la idea de que llegarán a fin de mes recibos de luz o agua ligeramente elevados.

Voces conocidas eran las que se distorsionaban en los gritos que se oían en alguna parte de la gran casa. La asustadiza mente del niño, la cual normalmente hubiese explotado en alucinaciones dramáticas, se quedó en blanco contradictoriamente. Los sonidos eran tan reales y la situación tan estimulante que no fue necesario que su mente forjara escenario alguno.


Aaron sale del dormitorio. Al otro lado del hall, el baño también destaca por tener la luz encendida. En el piso se observa ropa tirada. Indeciso, como un soldado solitario que debe cruzar la línea de fuego hacia territorio enemigo, Aaron atraviesa temeroso el hall y entra en el baño para husmear. Una camisa verde oscuro cuelga del lavatorio. Su improvisada presencia destaca en el ambiente plagado de celeste del baño de la casa de su abuela. El caño abierto y ropa repartida por el suelo completan la desordenada escena de esa hora de la madrugada. Aaron, aún con la mente en blanco, sortea la ropa del suelo y se detiene para observarse en el espejo que está encima del lavatorio. Su cabello está alborotado, sus ojos están rojos, tan rojos como amanecían cuando lloraba por la ausencia de su mamá. Cierra el caño, apaga la luz. Los gritos regresan.

Gerardo pelea. Las paredes rosadas del pasadizo de las bicicletas son el escenario donde Gerardo defiende el honor de la casa de su madre de la manera que mejor sabe, tal cual le enseñó su ausente padre, con los puños. Su fuerza se potencia en su ira. Gerardo es grande, pero al lado de su casi desnudo rival se ve gigante. La sangre parece no ser el límite, parece que solo la muerte es la señal de pare. Su esposa intenta contenerlo. Su hermana lo ataca, lo golpea, lo araña. Gerardo solo tiene ojos para su presa y cada vez encuentra menos resistencia en ella.

Botellas de vino decoran la mesa del comedor. Atraído por la luz, Aaron las encuentra. En la pared, el reloj de bordes plateados y números negros marca la 1:40 a.m. La madrugada es un mundo nuevo para Aaron. La madrugada es el momento de la libertad, de la tentación. Es un momento al que él no pertenece pero al cual decide adentrarse atraído por el peligro. La oscuridad, la imposibilidad de ver, el no tener el control. El dominio del miedo.

Finalmente, Aaron, reconoce que los gritos provienen de abajo, de la entrada de la casa. Deja atrás la escena de los vinos, camina unos pasos y se para frente a la escalera recubierta en madera gastada que conduce hacia el pasadizo rosado. Esas escaleras, en las que él tantas veces ha jugado con sus primos, son ahora un túnel oscuro, son ahora el descenso final al infierno personal del niño. Los gritos son ahora reconocibles. Las voces de su tío, su esposa y Esther; su madre, se mezclan en un griterío perturbador. -Están robando- llegó a pensar Aaron.

La ira de Gerardo hunde el índice y el anular de su mano derecha en los ojos de su rival. Los gritos de todos parecen acallarse cuando el hombre casi desnudo, el hombre cuya camisa verde descansa en el lavatorio del piso de arriba, expele un alarido corto pero penetrante. Gerardo siente los suaves globos oculares del hombre, esa distracción lo conecta. Siente los furibundos arañazos que su hermana le propina en el rostro, los gritos de su esposa, ve las bicicletas tiradas y el pasadizo empieza a estrecharse. Cierra los ojos e intenta buscar en su mente un freno, una mano que lo jale y lo arrebate del frío abrazo de la ira. Su hija, su niña, lo alcanza; le tiende la mano que nunca antes había encontrado al cerrar los ojos y lo libera del aciago abrazo.

Aaron bajó y observa desde la escalera: su bicicleta tirada, un hombre desconocido semidesnudo y ensangrentado gritando, su tío parado, con la camisa rasgada mientras Esther, su madre, desnuda, lo golpea.

La mente deforma los recuerdos cada vez que los pensamos. Una canción, un gesto o un hombre son capaces de despertar recuerdos olvidados pero potentes; recuerdos capaces de alterar el orden establecido para luego ser re-almacenados deformados para siempre.

El camino se ha tornado más largo y el cielo se ha cerrado repentinamente. Aaron llega finalmente a casa.  -¿Se podrán meter los dedos en los ojos de alguien sin dejarlo indefectiblemente ciego?- Los rayos del sol sufren para atravesar las nubes. Aaron introduce la llave en la cerradura con dificultad. Le falta el aire. 
¿A Esther realmente le importó?
Con los ojos estáticos, el pez intenta dar grandes bocanadas de aire en la orilla.



domingo, 11 de octubre de 2015

Adaptación

Era verano, pero aun así esa noche de lunes, el frio se colaba a través del delgado buzo de Aarón.

Abruptamente Aarón se detuvo mientras caminaba por un parque. Buscó en los bolsillos de su buzo. Nada en el derecho. Mientras llevaba la mano izquierda al otro bolsillo pensó: si no está, todo se arruinará. Tendría que volver a casa y la demora, por más mínima que fuese, sería el lapso indeseable para que el plan con Antonella se caiga. La comodidad de andar en buzo por la vida implica no llevar peso en los bolsillos. Así, sin billetera, solo con las llaves de su casa y el celular en la mano, Aaron pensó a velocidad incalculable mientras su mano se aproximaba esperanzada al bolsillo izquierdo. 
Las huevas tío, ya vemos. 
El dedo índice y el gordo unen destreza y sostienen cuidadosamente el cierre izquierdo del buzo negro de tres rayas. A pesar de las ansias lo deslizan con parsimonia. Si estás apurado, vístete despacio. 

La mano izquierda gira la perilla de la habitación 308. Aarón abre la puerta, Antonella entra rauda, decidida. Él se hace a un lado y la deja pasar. 
En situaciones así, los gestos de caballerosidad y de seducción son cartas que no se pueden dejar de jugar, más aun con alguien como ella. 
Aarón prende la luz, ella pasa delante de la cama. La bordea, pone su mochila en el piso, apoyada en la me
sa de noche. Saca un colet, camina un poco por el cuarto mientras juega con su cabello. Parece un león enjaulado. Finalmente se detiene y se mira en el gran espejo que cubre casi toda la pared de ese lado de la habitación amarilla. Se amarra el cabello.
Aarón
cierra la puerta y avanza, ella lo ve pasar frente al espejo. Se posiciona al lado izquierdo. Se quita las zapatillas y se echa. Decidido.
Ya está, la parte más difícil era atraerla hasta acá- se dice confiado. Ahora, echado ahí, bajo la tenue luz de las lámparas, sus ojos y su perspicaz mente se encargar
án de llevar la noche. 

Antonella encima, dominando la escena como me lo esperaba. Su movimiento es duro, uniforme y tenso. Cargado. Únicamente su delgado calzón morado la separa de la desnudez. Mis manos, las que hace menos de veinte minutos hurgaban los bolsillos de mi buzo, el cual ahora yace en el suelo, se posan en su cintura. La sostengo, entiendo su ritmo. Es momento, aprieto con firmeza, quiebro su ritmo, impongo el mío. Se resiste pero soy más fuerte. Estoy más decidido. Cierra los ojos, tira la cabeza hacia atrás. 
Sucumbe.
Gira, se ve en el espejo, se siente mala. Nasty. Un lunes, después de clases, a  las 8 de la noche, en la habitación de un hotel a punto de tirar con un hombre que le eriza la piel con solo ver su nombre en el celular. La idea la libera. Sus fantasías más bajas brotan. Se ve al espejo, ve las manos que la aprietan sobre su cintura. De pies a cabeza se observa, se gusta. Es una mujer teniendo sexo.
La volteo, ella me besa sin trabas. Está aquí, está en la situación y la quiere disfrutar. 
Mi perspicaz mente. 
Dejo el beso a medias, bajo a su pecho, a su abdomen. Meto las manos entre las tiras del calzón y su piel, lo empiezo a quitar tirando hacía abajo con el dorso de mis manos, ella mueve la cadera para acelerar la maniobra, subo por su muslo derecho, lento. Quiero hacerlo pero quiero que ella lo desee más, que su cuerpo me dé la señal. Sus piernas se desesperan, me toma del cabello con fuerza, me jala. Quiere mi boca entre sus piernas. La quiere ahora. 

Apúrate -dice Antonella con la respiración entrecortada. 
En cuclillas busco en el buzo. 
¿Qué haces? -ella se toma la cabeza, mueve descontrolada las piernas. 
Mis manos rebuscan crédulas en los bolsillos. 
Antonella levanta la cabeza. Me ve sosteniendo el buzo agachado al borde de la cama.
La demora, por más mínima que fuese, sería el lapso indeseable para que el plan se caiga.
Pienso. 
Me levanto. Transpirado, excitado. Sé cuánto le atraigo, juego esa carta. La luz de las lámparas me da de frente.
Antonella recorre mi cuerpo con los ojos, de abajo a arriba. Mantengo la mirada firme esperando que sus ojos lleguen a los míos, esbozo mi sonrisa más encantadora. Nos miramos fijamente sin ningún gesto de por medio. La disputa por el control en el punto más álgido. Uno, dos. Dos segundos. Ella pasa la lengua por sus labios- la señal. Arrojo mi buzo al suelo con fuerza. El control es mío.



Aarón baja por las escaleras, la noche sigue fría. Antonella va detrás fumando un cigarrillo, lleva el cabello suelto, cual melena de león nuevamente. Pasan por recepción y llegan a la calle. Se despiden y cada uno se va para un lado. Antonella camina hasta la esquina y voltea. Distingue a Aarón por su buzo. Lo ve cruzar la pista y desaparecer por un pasaje.

martes, 18 de agosto de 2015

Llueve


Llueve, aun así Alfredo decide dejar la comodidad de su casa y sale a caminar. No esperes a que cese la tormenta, aprende a bailar bajo la lluvia- piensa. Una vez afuera, se da cuenta que en Lima decir que llueve es relativo. Camina media cuadra y llega a la avenida Juan De Aliaga, se detiene y levanta la mirada. A diferencia de años atrás, ahora enormes muros de concreto se ciernen a ambos lados de la avenida. Parecen aprisionarla, estrecharla como si cada vez se acercaran más entre si. Baja la cabeza, suelta una sonrisa desaprobatoria. Cubre su cabeza con la capucha. Se pone audífonos.

Cruza Javier Prado y pasa por un Starbucks. Dentro todo se ve tan cálido, tan ajeno. Las personas conversan como en un mundo aparte. Un mundo aparte el cual se torna más cálido porque contrasta con el externo. Desinteresados disfrutan de un café caliente en un entorno caliente dentro de un mundo frío. Son solo personas disfrutando de un café. En fin, hay quienes sienten la lluvia, otros simplemente se mojan- concluye y sigue caminando por Juan De Aliaga en dirección al malecón de San Iisdro.
La música le marca el andar. En cada paso intenta llevar el compás y por ello, según sea necesario acelera o retrasa las pisadas. Sin sonido ambiental el mundo nocturno se ve distinto. La melodía es capaz de engañar a nuestro cerebro y así, si la melodía es alegre, el mundo lo será. En la esquina siguiente, bajo la verde luz del semáforo, un taxista y un potencial cliente comparten amenamente un cigarro y negocian la tarifa calmadamente mientras se forma una cola de autos. Los conductores apoyan entusiastas la negociación. Alfredo sube al máximo el volumen, aprovecha la pausa en el tráfico y cruza.

Chirapita. Una vez en Cúsco, el papá de un amigo le dijo entre risas que a la lluvia limeña le llamaban así. Miserable chirapita. Lluvia mediocre- piensa Alfredo. Se quita la capucha con la mano izquierda y con actitud retadora mientras suena un rock fuerte. Cruza la pista sin mirar y decide pasar por Pharmax para comprar unas cervezas. Ha decidido ir al malecón y con cervezas el camino puede tornarse menos largo. Quiere sentarse al borde del acantilado y embriagado desafiarlo. Blufear a la muerte una vez más a pesar que la inmensidad del océano le recuerde lo arbitraria que puede resultar su existencia para la vida.

Ingresa por la puerta del estacionamiento. Hace tiempo no venía- recuerda. Avanza entre los anaqueles de la parte de farmacia, atraviesa la sala de perfumes y dobla a la derecha. Se acerca a la refrigeradora y toma un six pack. Se acerca a la caja y paga con un billete de cincuenta. Camino a la salida pasa al lado de la escalera que da al segundo piso. Las barandas blancas y los escalones recubiertos con alfombra ploma le permiten recordarse de niño subiendo las escaleras con gran esfuerzo de dos en dos entusiasmado hacía la juguetería. Decide subir. Posa la mano izquierda en la ya conocida baranda y sube los escalones de tres en tres.

Alfredo camina entre repisas plagadas de juegos de mesa, peluches y todo tipo de juguetes. Dando vueltas se topa con una chica y un niño con cara de querer entrar en berrinche. Cruza miradas con la chica, se sonríen y luego ella mira al niño con gesto de resignación. Lo que más recuerda de Pharmax era cuando iba con su papá y compraban autos Hot Wheels para hacerlos competir en las pistas de carrera que tenía. Aún deben estar guardadas por ahí- asevera. Luego de buscar unos segundos encuentra los Hot Wheels expuestos en sus pequeñas cajas. Coge una cajita y mientras la examina con una sonrisa nostálgica recuerda su modelo favorito. Uno de colores morado y negro, el motor expuesto y sin techo. Las carreras con su papá siempre concluían de manera confusa. La meta nunca se encontraba en un lugar fijo, mejor dicho se encontraba en donde lo convenía a su papá. Alfredo ganó pocas veces pero a cambio aprendió que hay sacrificios que se pueden hacer en pro de la diversión.

Motivado por la nostalgia decide comprar el carro. Se acerca a la caja y se quita los audífonos.
Apenas se conecta con el mundo real, oye una voz con un tono quejoso. “Dile Úrsula. Dile carajo es tu culpa. Yo lo quiero”
Alfredo voltea y ve al niño escondido detrás de la chica. El niño lo mira fijamente con el ojo que no tiene escondido detrás de la chica. Sin los audífonos Alfredo repara en las facciones de la chica y la escanea rápidamente. Le parece simpática.
Disculpa, mi hermano es un niño engreído a pesar que ya tiene 13 años, el niño hace un ruido de disfuerzo, quería el carro que tú cogiste. ¿Puedes decirle que no joda y escoja otro?- dice Úrsula con su hermano encaramado a su cintura.
Alfredo sonríe. Observa al antipático niño y le dice que no joda. Úrsula ríe y le dice gracias. El niño camina resignado hacía el estante de Hot Wheels, Úrsula se acerca a la caja y se pone junto a Alfredo. 
El niño toma con desgano cualquier caja y se acerca a la caja arrastrando los pies.

Treinta soles- dice la cajera.

No recordaba lo caros que eran- piensa Alfredo en voz alta. Deja la bolsa con las cervezas en el piso para sacar su billetera.
Lo son y encima es peor cuando los tienes que comprar para que te dejen en paz- Úrsula comenta y sorprende a Alfredo. La mira y levanta las cejas. Me imagino- dice.

“Es tu culpa me hiciste demorar por…” es lo último que escucha del niño, se pone nuevamente los audífonos y se dirige hacia las escaleras. Abre la caja, saca el carro de juguete y lo hace avanzar por el pasamano mientras baja. Así como cuando era niño.

Sale por la puerta principal. Guarda su nuevo juguete en un bolsillo. Se pone la capucha, camina media cuadra por Salaverry hacía el parque de la pera y la lluvia se detiene. Carajo. Mira hacia el cielo como intentando pronosticar si la lluvia seguirá. Se detiene y empieza a buscar una canción que le gusta.
Oye olvidaste tus chelas. Alfredo levanta la mirada y se encuentra con los ojos de Úrsula. El niño antipático la sigue de cerca.
Se quita los audífonos. No me había dado cuenta, gracias.
Extiende la mano y le da la bolsa. De nada.
Úrsula pasa de frente, Alfredo se queda mirándola. El niño abre con desgano la caja.
Yo también voy para allá, te acompaño.
Claro, normal.
Guarda los audífonos y acelera un poco el paso para ponerse al lado de ella. El niño viene atrás.
Medio especial tu hermano. Si. Siempre que me acompaña le tengo que comprar algo.

Entre silencio y conversación banal avanzan cuatro cuadras, cruzan la avenida Del Ejército, pasan por el Inkafarma y avanzan media cuadra frente al parque de la pera. A Alfredo siempre le ha gustado lo amplia que se siente esa zona.
El niño corre y abre la puerta de una casa blanca. Voltea, lanza una mirada de odio y cierra con fuerza. Úrsula tiene el cabello negro. Ni largo ni corto. Su piel es muy blanca, las cejas delgadas y delineadas, los pómulos marcados. La noche no permite descifrar el color de sus ojos pero aun así su mirada te hace pensar en que se convertirá en lobo en cualquier momento y no sabrás que hacer.
Úrsula observa cómo se cierra la puerta y luego voltea hacía Alfredo.

Bueno yo estaba yendo a…

La frase de Alfredo es interrumpida. Úrsula se acerca, lo toma con fuerza de la nuca y le mete la lengua hasta la garganta. Él logra corresponder el beso recién dos segundos después. Suelta la bolsa, la toma por la cintura, aquella cintura que vio rodeada por los brazos de su hermano hace solo minutos. El beso de ella pareciera querer partirle la cara. Alfredo se sorprende al notar que a pesar de la violencia del movimiento de la boca y la lengua de Úrsula, el beso es de alguna manera sutil. Ella se pega con fuerza hacía el pecho de Alfredo, él siente su cuerpo y lo dibuja con el tacto. Está buena- concluye.

La puerta de la casa se abre, Úrsula interrumpe el beso, Alfredo queda desconectado con los ojos cerrados unos momentos. El niño antipático los observa desde la puerta. Quiero tomar esas cervezas contigo- se apresura en decirle Úrsula a Alfredo. El hermano se acerca. A cada paso Alfredo nota que en verdad ya no es tan niño. Después de todo tiene 13 años- recuerda.
Se detiene frente a ella, baja la mirada, observa la bolsa con cervezas y levanta la mirada de nuevo.

Que me dé el carro y me quedo solo normal.











sábado, 25 de julio de 2015

Arena


Me quito las zapatillas. He estado en mi casa toda la tarde, no he salido ni a trabajar. A pesar de ello las zapatillas tienen arena en la suela, como si hubiesen recorrido una playa. Cierro los ojos un momento, logro escuchar las olas del mar y con ellas surge mi sonrisa.

Veo a un chico y una chica bajo un toldo de madera en la playa durante una tarde invernal. Uno junto al otro observan como el mar, insatisfecho con gobernar sólo la orilla, intenta adentrarse cada vez más en la playa, apoderarse de ella y dominar la tierra.
La playa les sienta bien pues fue en ella en donde mejor se conectaron en el principio de su historia. De su desconocida historia.

Quizá ambos quieren saltar uno sobre el otro, él besarla y ella ser besada, pero se parecen, se quieren de una manera particular. De eso y de todo lo que han creado sólo saben ellos. No saben cuál será el momento de cada beso, de cada caricia. De cada silencio prolongado en compañía del otro. La espontaneidad irreverente brota cuando uno piensa en el otro.
En la ausencia de todos pero ante la presencia más inmensa se acomodan y dan rienda suelta a lo que acontece en sus mentes. Sin verse, con la mirada al frente pérdida en las olas, cada uno piensa en voz alta. Indagan en lo más recóndito de sus mentes, tocan recuerdos potentes que generan añoranza. El pasado y el presente convergen bajo aquel toldo. La soledad siempre le ha sentado bien a cada uno pero al estar juntos tal vez han encontrado la manera de acompañarse en una soledad sin tanta ausencia. Presencias no invasivas.

Uno siempre ha puesto a prueba al otro, por eso los silencios prolongados de escrutinio personal han sido una distinción en su historia.
En la playa invernal plagada de vida natural, ellos bajo ese toldo son extraños. Invasores que observan y contemplan una puesta en escena improvisada pero perfectamente equilibrada.
Cuando el mar tiene ese color, es cuando más frío está. Me encanta ese color- redondea ella mientras hunde sus pies descalzos en la arena.

Juntos nunca antes habían observado un mar agitado, un mar vivo y activo. Sus conversaciones nunca habían sido acompañadas de sonidos de olas o brisa de mar. Sus ojos nunca habían presenciado juntos la unión del mar y el cielo, su visión siempre había sido limitada. Ahora, por primera vez se desplegaba ante ellos la posibilidad de todo, de perderse en la inmensidad.

Que fácil es desaparecer, seguir el camino y ya. Por momentos me atrae la idea de dejarlo todo- expresa él mientras observa como ella hunde cada vez más los pies en la arena. Ella parece querer desaparecer bajo la arena. No dejaría que nada la pase- piensa él y repone la mirada en el mar.

Cada momento que compartimos nos desconocemos un poco menos.

Cerrar una etapa difícil con un día distinto e impensado permite que la oscuridad de ese período se diluya bajo la impresión del recuerdo del día final.

La puesta en escena natural caduca indefectiblemente cada día con la puesta del sol. Hoy, ella y él fueron unos extraños que la contemplaron y se llevaron algo. Hoy estuvieron juntos ahí y todo lo demás se detuvo, simplemente dejó de pasar y por ese lapso todo fue posible.

Recuerdo como el frío calaba por mis manos. Nos veo caminando por la arena, te veo en las escaleras un escalón más arriba que yo. Te tomo del saco, te aproximo a mí y te beso. Quiero acordarme siempre de ello.

En mi mente el sonido de las olas se va atenuando. La sonrisa que surgió se va desdibujando a medida que la potencia de la idea va disminuyendo.

Cansado, dejo las zapatillas. 
Les quitaré la arena mañana.

jueves, 14 de mayo de 2015

La última luz de todas las noches.

La oscuridad no es absoluta en la habitación únicamente por la luz que emana de la pantalla. Luz débil que apenas rescata de las sombras sus rostros y les permite algunos instantes más en vigilia recostados en su cama.

Juntos. Se sienten tan juntos como dos camas contiguas sin espacio en medio.
Ella, cierra los ojos, se aleja de la luz que brinda la pantalla para sentirse más cerca a él. Desea tocarlo hace mucho.
Él, con las pupilas encogidas, da rienda suelta a sus palabras a través de sus dedos. Con la mano izquierda la toma por la espalda baja y la acerca hasta unir su piel a la de ella. Si se concentra lo suficiente puede inhalar su olor.

Ella, sonríe y, a través de sus manos, frota su muslo sobre el de él. Quiere ir más allá pero sabe que ir lento la hace más provocativa. 
Él percibe que sus palabras surgen efecto, esboza una sonrisa que ella es capaz de leer.  Se dispone a más mientras ella se aferra a la luz de la pantalla y espera con la vista impaciente las siguientes palabras.

Él, apoyado sobre su hombro derecho, desliza su mano izquierda en busca de aquel lunar que descubrió hace poco debajo de su seno izquierdo.  
Ella, en igual pose pero sobre su hombro izquierdo, siente como su seno es acariciado suavemente y luego apretado con un deseo que siente muy carnal. Le gusta la versatilidad de la relación.
Cierran los ojos para intensificar la sensación. Ella cede a morderse el labio inferior, frota nuevamente su pierna en la de él y le toca el rostro con el pulgar derecho mientras descubre que el sueño va calando en ella detrás de la excitación que la invade.


Al cerrar los ojos es cuando más cerca se sienten pero al desaparecer la luz de la pantalla se pierden el uno del otro. 
Mientras la excitación acrecienta, todos los sentidos se agudizan y la vista pierde relevancia. Con los parpados cerrados, la vigilia llega a su fin y los textos quedan a la deriva.

Cada uno en su cama se entrega a sus sueños. 
Las pequeñas pantallas que los unían finalmente se apagan y cada uno desaparece en la oscuridad de su habitación.

domingo, 8 de marzo de 2015

Sour girl

Cuando imagino que no pienso más en ti, ya no recuerdo tus manías ni tus gestos. 

Ayer olvidé que tu sonrisa por la mañanas me demostraba toda tu vulnerabilidad y con ella, la mía también. Ayer olvidé que tu sonrisa de las noches me enfrentaba con el ímpetu de tu lujuria, el descontrol de tu libido y la soltura de tu cuerpo.


Intento, pero ya no puedo encontrar en mi mente la sensación de tu piel. El recuerdo de tu imagen mordiéndote los labios al sentir mis manos deslizándose lentamente por el medio de tu espalda es ahora tan vacío como el agua estancada de un mar sin olas.
Ya no sé cómo era aterrizar en tus cejas, caminar por tu nariz y meterme en tu boca. Quisiera extrañar la humedad de tus labios. Rozarlos una vez más hasta regalarte una sonrisa

Mi memoria extravió pronto la suavidad de tus senos y con ello la locura no llegó. Su efímera significancia no fue más que un potente antojo desdibujado por la mediana presencia de algún deseo.

Los momentos que te pensé sucumbieron sin repercusión pues bastó un momento a solas en la oscuridad para ver claramente que no era nuestro tiempo. Miento si te digo que desprenderme me costó, soy falso si me escapo de madrugada y te digo que me gusta pasar tiempo contigo. Te engaño bien si crees que conoces mis intenciones.

El juego de siempre ya no me divierte, seducirte me aburrió al minuto que te vi evitando mirarme a los ojos mientras relamías tus labios como siempre haces cuando quieres besarme pero te aguantas.

Ahondando en mi cabeza recuerdo insulsamente los antojos por tu cuerpo. Nuestros momentos de silencio estuvieron, para mí, cargados de deseo. Sé que en ellos tú te dedicaste a reprimir impulsos. Sé que eso no te gustó.

Sé que ya no aparecerás más en mis noches. Mi mente te depura de afuera hacía adentro, se vacía de ti y me olvido de ti en esa faceta.

Ya no recuerdo todo esto que imaginé contigo porque mi mente parece ya no tener ganas de imaginarnos más.
No pienso más en ti por qué todo siempre fue pensado y de tanto hacerlo en pensamientos ya me cansé.






domingo, 1 de febrero de 2015

El sentido de su voz


Muchas veces intenté acercarme. Muchas otras desistí desmotivado ante la posibilidad de una nueva interrupción. Los intentos fallidos fueron tan inverosímiles que llegué a sentirme como Truman en su propio show. Finalmente las voces en mi cabeza me convencieron de no presentarme.

Así aprendí a verte.

Tus facciones delicadas permiten resaltar tus ojos marrón claro. Tus inquietas y pequeñas manos con uñas siempre bien pintadas. De risa fácil y siempre vestida con blusa y pantalón pegado. Así, de lejos, fue que te conocí. Aprendí tus gestos, tus movimientos e inventé el sonido de tu voz para imaginar conversaciones.

Irónicamente entraste a mi vida por los oídos. La vez que te descubrí, pasaste junto a mí llorando. Tus sollozos son el único sonido que oí alguna vez pues cuando me alejé, resignado sólo a verte desde esta banca, tu voz estaba muy lejos para llegar a mí y finalmente me acostumbré a no conocerla.

Levantarme temprano, llegar primero a la oficina para zanjar pendientes, tomar un taxi de diez soles y no usar la hora de refrigerio para almorzar hacía que “coincidamos” dos veces por semana a la misma hora en aquel café en Larco. Tú, la mayoría de veces acompañada. Yo solo, siempre.

Los días que estuviste acompañada fueron en los que más aprendí de ti. Los días que estuvimos solos, únicamente me dediqué a contemplar tu rostro mientras me conversabas como una niña entusiasmada en navidad. Sé que prefieres hablar de tus anécdotas de universitaria y tienes miles al parecer. Siempre recuerdo aquel examen final en la que te las ingeniaste con Hilda para poner laxante al café del profesor para poder plagiar tranquila cuando este se arrastrara al baño. Me gustaría haberte contado también de mi locura pero siempre preferí callar para oírte.

Últimamente te he descubierto en maneras más intensas.

Todo comenzó la última vez que fuiste con Fernando hace 3 semanas. Como es común yo estaba detenido en tu rostro. 
Fue cuando reíste y tu piel enrojeció que, luego de pestañear unas veces, presté atención a la figura completa y noté que a pesar de tu enrojecimiento, abrochabas seductoramente un botón de tu blusa blanca sin quitar la mirada de los ojos de él.

Descubrirte como mujer fue como ser condenado a abrazar una estrella.

Ahora es innegable que sienta necesidad de tu cuerpo. En nuestros últimos encuentros me he visto obligado a valerme de lentes oscuros para no tener que observarte por lapsos y poder verte sin que veas que miro si es que pasas los ojos por mi banca. Ya no puedo quitarte la mirada.

Las imágenes de tu cabello castaño recogido detrás de tus orejas, tus pestañas rizadas y tus dientes perfectamente alineados que hacen de tu sonrisa el motivo para perder el hilo de una conversación, han salido de mi mente para dar lugar al ligero rebotar de tus firmes tetas, las ganas de ser ahorcado por tus poderosos muslos y a tu imponente trasero. Llevo ya una semana masturbándome con tus recuerdos y más de una vez he ahondado por necesidad en lo profundo de mi mente para ver si encuentro el sonido de tus sollozos y así poder recrearte gimiendo. En la ausencia de tu voz me he visto en la necesidad de privar de sonido mis propias fantasías. El mutismo ha derivado en que las fantasías se tornen incoloras y he terminado dándome placer en una especie de película antigua.

Me siento en la necesidad de algo más real, estoy decidido a intentar entrar a ese café sólo una vez más con tal de darle a tu imagen un sonido que alimente mis fantasías.

Ayer decidí que hoy sería el día de escuchar tu voz y no he podido dormir por quedarme pensando en algo tan posible pero que no había considerado. Nuestra relación es endeble y puede sucumbir ante un resfrió, vacaciones o el cambio de rutina. Las ansias son más fuertes que el primer día que iba a entrar al café con intenciones de hablarte. Me masturbo en automático una vez más a las 5:10 a.m., me ducho y salgo de casa huyendo de mi mano derecha.

Espero 20 minutos antes de poder entrar a mi oficina. Paso la mañana entre reportes en Excel y pajas de inodoro descomunales sustentadas por fantasías cada vez más elaboradas pero siempre en blanco y negro.

A la hora acostumbrada tomo taxi y llego sin contratiempos al café. Frente a él me tiemblan las piernas. Pienso que una vez más algo impedirá que logre mi propósito, miro la banca y siento que debo conformarme con sólo verte. La idea de seguir fantaseando sin sonido me invade y esta vez entro decidido. Me apresuro en ubicarme en la única mesa que queda libre. Pido la carta, me acomodo en la silla y espero sentado en silencio pero pensando a gritos.

Diez minutos después, sentados en una banca frente a un café en Larco, un hombre y una chica vestida con blusa y pantalón pegado, se cansan de esperar a que se libere una mesa, se paran y se van a otro lado para almorzar.