Una casa sabe que te
vas a mudar como una mujer vengativa sabe que la vas a dejar.
Así, tanto la casa
como la mujer, enteradas de tus intenciones, se empecinan en hacer que la pases
lo peor posible durante los días que anteceden al adiós definitivo.
Al desorden por el acopio
de cajas, bolsas, maletas etc., que invade la casa durante los días finales; se
suman el allanamiento de morada por parte del polvo, la muerte del jardín, la
cual reconoces al descubrir que tu perro revolcándose animosamente en él se
asemeja más a un jugador de béisbol robando una base y la misteriosa y
selectiva (por qué sólo sucede cuando estás en la ducha) disminución de presión
de agua que te enseña a ducharte con la espalda pegada a la pared como preso
que cuida su integridad.
La casa parece
desmoronarse como la mujer que vas a dejar parece odiarte. Es en esa última
semana que detonan todos los desperfectos que siempre habían estado pero que
nunca habías visto. Mientras las tuberías se rajan y filtran agua por los
techos hasta ponerlos más verdes de lo que alguna vez estuvo tu jardín, el
timbre y los focos se empoderan y deciden cuando sonar y cuando prender. Vaya
que te sientes ciego cuando entiendes que todas esas fallas son producto del
deterioro natural de las cosas y en el caso de la mujer, del deterioro
producido por un descuido del cual tú también eres responsable.
Pones un cartel en la
entrada principal: “tocar la puerta, el timbre no suena”. Como alguna vez dijo
el gran Charlie Sheen, “nadie decora una habitación de hotel” y tú no vas a
arreglar desperfectos de una casa que vas a dejar. Cuando tu perro se pasea
libremente por absolutamente toda la casa sin que nadie intente sacarlo al
jardín, corriendo el riesgo que marque su territorio, incluso si pudiera sobre tu
cara, es señal para la casa de que todo está consumado. Nada podrá molestar
más. Por su parte, al no encontrar emoción, el perro pierde los deseos de
escabullirse, hace su maleta, se sienta y se une a la espera del día final.
Irónicamente es con
la casa con quien caes en cuenta de nimiedades románticas. La última noche o el
último duchazo se vuelven acciones cotidianas las cuales cargas de simbolismo.
Así, en cada cosa que haces retumba en tu cabeza la frase “oh, la última vez
que esto, la última vez que lo otro”. Consciente de que, ¡ya, se acabó!,
merodeas dramáticamente por cada espacio y miras cada rincón con nostalgia.
Con la mujer que vas
a dejar, todo suele suceder en el plano inconsciente y tienes suerte si después
tus recuerdos son lo suficientemente claros como para evocar algún pensamiento.
La última vez que lo hicieron es lo mínimo.
La verdad es que me da
pena. Un recuerdo es una vivencia que aconteció en un lugar y un momento
determinado. Miles de recuerdos de todo tamaño se almacenan en nuestra mente y
no diariamente exploramos cada uno de ellos. Pasar por tu colegio detona las
caras de tus amigos y con ellas las anécdotas. Visitar la casa de tu abuela te
permite recordar cuando jugabas de niño con tus primos.
Un recuerdo sin un
lugar a donde ir es un recuerdo huérfano. El lugar alimenta una memoria. Con
él, automáticamente todo viene a la mente casi sin esfuerzo. Sin él, todo es
más abstracto, menos fidedigno. La memoria es frágil.
Mi casa, donde vivíamos
5 personas y dos perros, la que diseñó mi abuelo en el año 68; es a los ojos
del comprador, un terreno. Un terreno que en unos años albergará a más de 400
familias debidamente hacinadas.
La fidelidad de mis
recuerdos quedará una vez más a merced de mí ya comprobada mendaz memoria. Las líneas
de mis memorias se irán atenuando y finalmente estas se amalgamarán sólo como
grandes sucesos. Meramente descriptivos, sin detalles, sin colores. Exactamente
igual que pasó con el recuerdo de cada mujer que dejé.