martes, 21 de octubre de 2014

My home is in my head


Una casa sabe que te vas a mudar como una mujer vengativa sabe que la vas a dejar.
Así, tanto la casa como la mujer, enteradas de tus intenciones, se empecinan en hacer que la pases lo peor posible durante los días que anteceden al adiós definitivo.

Al desorden por el acopio de cajas, bolsas, maletas etc., que invade la casa durante los días finales; se suman el allanamiento de morada por parte del polvo, la muerte del jardín, la cual reconoces al descubrir que tu perro revolcándose animosamente en él se asemeja más a un jugador de béisbol robando una base y la misteriosa y selectiva (por qué sólo sucede cuando estás en la ducha) disminución de presión de agua que te enseña a ducharte con la espalda pegada a la pared como preso que cuida su integridad.

La casa parece desmoronarse como la mujer que vas a dejar parece odiarte. Es en esa última semana que detonan todos los desperfectos que siempre habían estado pero que nunca habías visto. Mientras las tuberías se rajan y filtran agua por los techos hasta ponerlos más verdes de lo que alguna vez estuvo tu jardín, el timbre y los focos se empoderan y deciden cuando sonar y cuando prender. Vaya que te sientes ciego cuando entiendes que todas esas fallas son producto del deterioro natural de las cosas y en el caso de la mujer, del deterioro producido por un descuido del cual tú también eres responsable.

Pones un cartel en la entrada principal: “tocar la puerta, el timbre no suena”. Como alguna vez dijo el gran Charlie Sheen, “nadie decora una habitación de hotel” y tú no vas a arreglar desperfectos de una casa que vas a dejar. Cuando tu perro se pasea libremente por absolutamente toda la casa sin que nadie intente sacarlo al jardín, corriendo el riesgo que marque su territorio, incluso si pudiera sobre tu cara, es señal para la casa de que todo está consumado. Nada podrá molestar más. Por su parte, al no encontrar emoción, el perro pierde los deseos de escabullirse, hace su maleta, se sienta y se une a la espera del día final.

Irónicamente es con la casa con quien caes en cuenta de nimiedades románticas. La última noche o el último duchazo se vuelven acciones cotidianas las cuales cargas de simbolismo. Así, en cada cosa que haces retumba en tu cabeza la frase “oh, la última vez que esto, la última vez que lo otro”. Consciente de que, ¡ya, se acabó!, merodeas dramáticamente por cada espacio y miras cada rincón con nostalgia.

Con la mujer que vas a dejar, todo suele suceder en el plano inconsciente y tienes suerte si después tus recuerdos son lo suficientemente claros como para evocar algún pensamiento. La última vez que lo hicieron es lo mínimo.

La verdad es que me da pena. Un recuerdo es una vivencia que aconteció en un lugar y un momento determinado. Miles de recuerdos de todo tamaño se almacenan en nuestra mente y no diariamente exploramos cada uno de ellos. Pasar por tu colegio detona las caras de tus amigos y con ellas las anécdotas. Visitar la casa de tu abuela te permite recordar cuando jugabas de niño con tus primos.

Un recuerdo sin un lugar a donde ir es un recuerdo huérfano. El lugar alimenta una memoria. Con él, automáticamente todo viene a la mente casi sin esfuerzo. Sin él, todo es más abstracto, menos fidedigno. La memoria es frágil.

Mi casa, donde vivíamos 5 personas y dos perros, la que diseñó mi abuelo en el año 68; es a los ojos del comprador, un terreno. Un terreno que en unos años albergará a más de 400 familias debidamente hacinadas.

La fidelidad de mis recuerdos quedará una vez más a merced de mí ya comprobada mendaz memoria. Las líneas de mis memorias se irán atenuando y finalmente estas se amalgamarán sólo como grandes sucesos. Meramente descriptivos, sin detalles, sin colores. Exactamente igual que pasó con el recuerdo de cada mujer que dejé.