sábado, 1 de julio de 2017

Salto

Los motores están encendidos. En medio del desierto, la avioneta me espera impaciente en la pista de aterrizaje. El maestro de salto camina solo algunos pasos delante mío, voltea constantemente para apurar mi andar y, quizás también, para asegurarse que no desista: admito que la idea ronda mi mente. Aun así, a paso lento y con la mirada clavada en el suelo, sigo adelante; aferrándome, sujetando casi ya con la uña del dedo meñique lo poco de determinación que me queda ahora que el salto es un hecho. El ruido de los motores nubla todo pensamiento, el sol pega con fuerza aquí en el desierto. Miro hacía la avioneta y la encuentro desdibujada; derritiéndose sobre el fondo infernal. La determinación acaba por resbalarse de mis manos. Bajo la mirada en busca del piso para ubicarme, no lo encuentro. ¿He saltado ya?

Dejo que mi mente me desampare, me dejo a merced de mis temores. El cuerpo me engaña. El paracaídas es pesadísimo, me cuesta ver debajo de las gafas, siento que algo me aprieta la garganta y me ahoga, el casco está muy ajustado – pienso– pero al segundo noto que aún lo tengo en mis manos. Paro. Me agacho en cuclillas.

Aquella madrugada tocaron la puerta de mi habitación, desperté intranquilo y pregunté quién era, nadie respondió. Sabía que los golpes fueron reales pero por unos momentos le pude atribuir mi despertar al sonido en un sueño. Volvieron a tocar, esta vez me levanté y mientras caminaba hacía la puerta en silencio, comprendí que finalmente el cuerpo de Luzmila, mi abuela, había dejado de luchar y había elegido las primeras horas de ese lunes de diciembre para desprenderse de su alma. El mundo en el que viví todos estos años llegó a su fin con el último respiro de mi abuela. Luzmila era para mi el último puente entre el niño que alguna vez fui y el hombre que ahora soy. Me había preparado por meses, había anticipado mentalmente los escenarios que se desplegarían en mi vida tras su ausencia. Pero la teoría no es más que un papel lleno de letras volando con rumbo incierto en medio del tornado que es la vida. Solo la experiencia, el transitar por el camino es lo que realmente le da aplomo a nuestro andar. La teoría previa suministrada termina siendo un agridulce “te lo dije” cuando la situación te alcanza y te sobrepasa. La verdad es que no nacemos preparados para nada y finalmente la vida es aprender a crear callos que puedan evitarnos la mayor cantidad de dolores.

Desde su muerte estuve dando saltos inciertos sobre los escombros de la única vida que había conocido, desde ahí soy un equilibrista que busca como mantenerse en pie sobre un terreno caduco del cual debe saltar ya para encontrar el suyo.

Dejo caer el casco a mi lado. Levanto la mirada del suelo, las hélices giran, levantan polvo creando caos a su alrededor. El maestro sigue a paso firme, volteará nuevamente en cualquier momento y si ve mi inseguridad no me dejará saltar y si no salto ahora, es probable que no lo haga. Pondré excusas, lo aplazaré, me justificaré y lo dejaré pasar como se me pasó todo el verano, como se me han pasado muchas cosas en la vida. El cielo se mantendrá azul solo por este mes, pronto las nubes se cernirán nuevamente sobre él y, quién sabe, quizás esta vez sea mi última oportunidad para saltar.

Respiro, elevo la mirada, la luz irrumpe mis ojos, invade mi mente y recorre mi cuerpo hasta las piernas. Es hora Victor, dependes de ti, se firme, estarás bien. Estaré contigo. Cierro los ojos, la luz se queda dentro de mí. Tomo el casco, me levanto y camino hacía la avioneta. Al lado de la puerta el maestro agita la mano para que suba mientras grita eufórico ¡Vamos, cielos azules!

La avioneta se eleva. Dejo la tierra y en ella, todo lo que he hecho en estos años de vida. Me elevo, busco nuevas perspectivas. Es hora. El maestro da las indicaciones, me siento al borde de la puerta, el viento golpea mis piernas pero estas permanecen firmes. ¡Ahora! –grita. Me impulso, empujo mi cuerpo al vacío con mis propias manos. Me suicido. Giro un par de veces en la inmensidad del cielo hasta que me nivelo, estoy absolutamente solo.

Sus manos siempre cálidas, sus ojos de color indescifrable, su sonrisa, su bondad, su pena, su dolor, todo vuela; se desprende de mi en el aire y se va hacia arriba. Los sigo con la mirada, los veo por última vez hasta que desaparecen en medio del cielo. Vuelo libre.

La tierra se despliega inmensa, estoy llegando al mundo nuevamente. Observo, aún quedan unos segundos, busco mi lugar para aterrizar. Jalo la soga, el paracaídas se abre y tira de mis hombros. Estoy listo.

lunes, 1 de agosto de 2016

Silencio

Las olas golpeaban con fuerza y vapuleaban a Patricia sin cesar. El mar parecía haber despertado de pronto, el suelo se estremecía y, como presagiando lo peor, el sol se ocultaba tras las nubes. Agotadas las energías de su instinto de supervivencia y cuando ya se hundía inminentemente, Patricia sintió la vida que llevaba en su vientre y encontró en ella un último aliento que le permitió emerger para que su esposo termine de salvarla.

Durante los últimos 2 meses de gestación, Patricia se preocupó por pedirle con ahínco a Dios que su hijo naciera con ojos claros. Los rezos, por azar o por genética, dieron resultado: Aarón tenía grandes ojos verdes, cabello castaño y era pequeño y delgado. –Tu mamá se concentró demasiado en los ojos, tanto que casi se olvidan del cuerpo, Mosquito– lo fastidiaba constantemente su papá.

Con el paso de los años, Aarón creció, engordó un poco y su cabello oscureció. Sus ojos se mantuvieron grandes y verdes y su papá lo siguió llamando Mosquito. También, con el paso del tiempo, cuando él tenía 6, sus padres se separaron. Ya hace tres años de eso.
Desde la separación, Aarón vivía con su mamá en la casa de su abuela materna. El desamor de sus padres aún se respiraba cada vez que Alfredo, el padre de Aarón, iba a recoger a su hijo para pasar los sábados juntos.

Desde la separación pocas eran las veces que Patricia dejaba que su hijo parta sin antes despotricar su rabia contra Alfredo; sin dudas ella fue la más afectada. Alfredo pudo dar vuelta a la página antes y al cabo de casi un año, siguió con su vida y empezó a salir con otras mujeres. Para patricia eso fue un trago amargo. Se volvió insegura y la inseguridad la volvió irritable: amargada. Profesores particulares empezaron a desfilar por la casa de la abuela de Aarón porque Patricia ya no era capaz de mantener la calma para ayudarlo con las tareas; poco a poco los almuerzos caseros fueron reemplazados por menús pues muchas eran las veces que Aarón volvía del colegio y Patricia aún se encontraba en la cama. Fácil hubiese sido que Alfredo se haga cargo de Aarón pero Patricia sabía que privar a Alfredo de ver a su hijo era meter el dedo en la herida. Alfredo sereno por naturaleza, había encontrado en Patricia el punto de quiebre que lo alejaba de su naturaleza contemplativa y por el contrario, los encuentros con ella –por intentar ver a su hijo– lo arrastraban al desconocido terreno de la exaltación y las peleas –en alguna ocasión casi hasta llegar a los golpes–. Finalmente Alfredo se rindió y aceptó ver a Aarón solo los sábados.

Ser el máximo premio al que aspiraban sus padres, resultaba para Aarón más una tortura que una alegría. Cada vez que su papá iba a recogerlo Patricia bajaba primero. Aarón se sentaba en la escalera, cerraba los ojos y esperaba impotente. Siempre lo mismo. El mar se iba encrespando, sus aguas se enturbiaban. Como olas reventando contra peñascos, el estruendo de los gritos hacía retumbar las paredes de la casa. Muchas veces se envalentonaba, abría los ojos y cuando estaba a punto de interceder, de decirles que paren, de gritar enérgicamente para acallarlos, las olas golpeaban con más fuerza y el piso se estremecía, Aarón cerraba sus ojos y sus palabras se ahogaban impotentes dentro de él. Finalmente Patricia entraba –la mayoría de veces llorosa–abrazaba a su hijo con mucha fuerza y le decía que lo iba a extrañar.

Después de tales escenas, era normal que el fin de semana no se mostrase auspicioso. El ánimo de Aarón estaba menguado y a su papá le tomaba un rato encontrar nuevamente la calma. La primera parte del esperado compartir era silenciosa.
Alfredo manejaba con la mirada fija en el camino, mientras sostenía el volante las venas de sus manos se hinchaban.
¿Qué haremos hoy día pa?- irrumpió Aarón incómodo por la cortina de silencio.
Alfredo exhaló. Se pasó la mano derecha por el rostro y luego le sobó la cabeza a su hijo sin quitar la mirada del camino.
Iremos a la casa de Mikaela en la playa El Silencio, Mosquito.
¿Quién es Mikaela?
Una amiga, Mika es una amiga.


La amiga de mi papá era muy bonita. La más bonita de las amigas que le conocí. Era alta y bastante delgada, su fino rostro estaba dominado por sus ojos marrón claro. Sus manos eran delicadas, tenía las uñas bien cuidadas. Cuando la recogimos de la tienda, vestía una pequeña falda blanca, un polo rosado y una vincha de colores sujetaba su largo cabello rubio. Cargaba dos bolsas amarillas y mi papá me dijo que baje para ayudar a subirlas en el asiento trasero. Me paralicé unos segundos, pero como siempre le hacía caso a mi papá, bajé. Tímidamente pero bajé.
Ella se inclinó hacia mí y me abrazó. –Hola Mosquito– me dijo alegremente. Sé que te gustan los tallarines rojos, así que he comprado todo para preparar unos muy ricos.

Aarón sintió en el abrazo de Mikaela mucha calidez. La calidez genuina que transmite alguien que en serio desea lo mejor para ti. La interacción entre Aarón y Mikaela fue natural. Incluso la ayudó en algunas cosas en la cocina. Mientras Aarón pelaba cebollas, por ejemplo, Mikaela se atrevió a decirle que no llore, que si ella veía que Alfredo lo volvía a amenazar con el matamoscas, lo iba a salvar. Aarón continuó el juego y, sollozando por el efecto lacrimógeno de las cebollas, le dijo que gracias pero que no se preocupe porque ya había aprendido a hacerse invisible para que no lo vea.
– ¡Aja! Ya sé tu secreto, Mosquito del mal– dijo de pronto Alfredo engrosando la voz y blandiendo un matamoscas por los aires. Mikaela, por fingir proteger a Aarón, dio un brinco exagerado y golpeó la olla de los tallarines, regándolos por el suelo. Distendidos, padre e hijo rieron mientras recogían los tallarines del suelo y Mikaela abría una nueva bolsa.

Luego del almuerzo, Alfredo se echó a descansar. Mikaela y Aarón bajaron a la playa.
–Gracias por defenderme del ataque del matamoscas– dijo Aarón en tono juguetón mientras avanzaban por el sendero de pequeñas piedras que desembocaban en las escaleras que descendían hacía la playa. –Cuando quieras– respondió Mikaela justo cuando llegaban al final del sendero. –Me gustaría que me defiendas también cuando mis papás discutan– finalizó Aarón.

Aquel sábado, Mika y yo, hicimos un pozo y jugamos fútbol en la arena. Ella era muy buena, le gané apenas por un gol, bueno, un autogol. Después me dijo que quería meterse al mar, yo le dije que la acompañaría hasta la orilla. – ¿Con éste calor no te vas a meter?– dijo mientras se quitaba la vincha de colores. –Es que no me provoca ahora– mentí. No había nadie en el agua. Las olas reventaban con fuerza. Sin dar tregua levantaban arena y salpicaban espuma: la orilla temblaba al compás del estruendo. Vi entrar a Mikaela, se zambulló fácilmente bajo una ola y nadó con firmeza unos metros más al fondo. Luego se quedó flotando. Sentado en la orilla sentí frío. El mar se tranquilizó por varios segundos y el sol pareció movilizar sus rayos para concentrarlos con más fuerza sobre Mikaela, quien flotaba despreocupada boca arriba con los brazos abiertos.
Aarón se levantó y caminó hacía la arena seca, se envolvió en su toalla y se quedó sentado observando el mar. Mikaela salió unos minutos después y se sentó a su lado. –No sabes de lo que te pierdes– dijo. Mientras se envolvía en su pareo, el sol pareció volver a brillar sobre la arena.


– ¿Cómo has hecho eso?, ¿cómo te has metido con tanta facilidad al mar? Las olas eran enormes, tan enormes que hacían temblar la arena– despotricó Aarón con la mirada fija en el mar.
Mikaela permaneció en silencio unos segundos antes de responder. He aprendido que las olas son del tamaño que nosotros las vemos, Aarón. Yo las veo pequeñas, no les temo, voy y me meto debajo de ellas. No siento miedo de enfrentar al mar.
Yo las veo enormes. Vienen una tras otra sin parar. Siempre lo mismo y no sé cómo reaccionar, ni siquiera puedo oír mis pensamientos.
–Bueno Aarón, no hacer nada es peor que intentar y fallar. No hacer nada es rendirte al miedo, quedarte callado. Aceptar los gritos– dijo Mikaela y Aarón la miró de reojo.
En el mar había ahora varias personas nadando. En la orilla algunos niños corrían persiguiendo gaviotas. El sol brillaba en toda la playa. Aarón sintió la refrescante brisa del mar en su rostro. Quiero meterme –dijo de pronto. No le quiero temer más– concluyó y se levantó mientras la toalla caía a la arena.
Mikaela avanzó hasta que el agua le llegara a la cintura, él la siguió pero se detuvo en la orilla. Como la luna, la presencia de Aarón parecía alterar la marea. Aarón cerró los ojos, retrocedió unos pasos, sintió los gritos, el retumbar el suelo. Mikaela salió del agua y se paró a su lado. Yo estoy acá, no te va a pasar nada, Mosquito.
Aarón cerró los ojos con más fuerza. ¿Y mañana? o el próximo sábado, ¿vas a estar? No, voy a estar solo de nuevo.
Mikaela puso su mano en mi hombro derecho –es cierto, vas a estar solo pero puedo enseñarte. Siempre vamos a estar solos y no debemos necesitar a nadie más. Abre los ojos, grítale al mar, saca de una vez todos tus gritos y enfréntalo. Que el miedo no te paralice más. Deja de ser Mosquito, se Aarón de una vez–.

Aarón abrió los ojos, Mikaela lo dejó y avanzó nuevamente hacia el mar y al acercarse la primera ola se sumergió, dio unas brazadas, se paró y regresó a donde estaba Aarón.
Cuando la ola esté cerca, sumérgete con fuerza debajo de ella, así no te revolcará y pasará por encima. Lo hacemos juntos a la cuenta de tres. Mikaela lo tomó de la mano con firmeza, avanzaron y a la cuenta de tres se sumergieron.
La primera vez que me sumergí bajo una ola sentí toda la fuerza del mar encima de mí. Vi directamente mi temor hacía él y sentí que a pesar de su inmensidad podía controlarlo. Detrás de su aparatoso estruendo que estremecía la arena, hallé armonía en su clásico sonido. Aprendí a disfrutar del mar y eso me trajo paz. Creo que fue la primera vez que me sentí así desde que tengo uso de razón. Finalmente, Mikaela soltó mi mano y pude hacerlo solo.

Durante el camino de regreso, Aarón le contó con entusiasmo a Alfredo todo lo que había hecho en la playa. Ya en Lima, mientras más cerca estaban de la casa, el silencio iba ganando terreno, Alfredo sostenía con más fuerza el volante, las venas de sus manos empezaban a hincharse nuevamente.
Alfredo estacionó el auto frente a la casa y bajó con Aarón. Tocó el timbre y se dispuso a esperar en silencio hasta que Patricia abriera.

Aarón tomó de la mano a su papá. Alfredo sintió como la mano de su hijo se entrelazaba firmemente con la suya y la sostenía con aplomo.
Esta vez déjame hablar a mí, Papá.



jueves, 18 de febrero de 2016

A este lado de la ventana

Gerardo y Aarón tienen 15 años y son primos. Aarón es indeciso y enamoradizo; aún se avergüenza cuando tiene que hablar con alguna mujer. Gerardo, por el contrario, ya se ha tirado a un par de amigas de su promoción. Aarón quiere tirarse chicas como lo hace su primo. Aarón no quiere ser como es.

El último domingo que Gerardo estuvo de visita descubrió que por las escaleras que llevan a la azotea se puede ver el baño de la vecina. Ese día Aarón llegó a su casa y su primo ya estaba ahí. Apenas Gerardo lo vio le dijo que lo acompañe a la azotea para fumar. A mitad del recorrido le contó su descubrimiento.

Durante las anteriores visitas de Gerardo, Aarón y él habían pasado horas mirando a la calle de la sala esperando ver a la vecina llegar. Una argentina de 25 años a la que siempre parecía que la blusa le iba a estallar. Uno setenta de estatura, cabello negro y piernas largas que finalizaban en unas contundentes nalgas. Una locura de mujer, así la describía Gerardo.

Ese domingo la argentina no apareció y Gerardo se fue ansioso, no sin antes encomendarle a Aarón que saque partido del valioso descubrimiento y lo mantenga al tanto.
El lunes por la mañana, cuando Aarón bajaba de recoger su uniforme de la azotea, escuchó el agua de la ducha de la vecina corriendo. Tímidamente miró en dirección a la ventana y le pareció tan lejana, tan inalcanzable que, resignado, apretó los puños, bajó la mirada hasta encontrar el suelo y continuó descendiendo por las escaleras.

El miércoles de esa semana, al salir para ir al colegio, Aarón se topó con la argentina. Si bien solo cruzaron miradas un instante, Aarón sintió como si su cerebro se desconectara de su cuerpo, se abriera paso a través de su cráneo y saltara en busca del escote de la argentina. Nunca las palabras de Gerardo pudieron describir mejor lo que experimentó Aarón. Una locura de mujer.

Ese día, al volver de la escuela, Aarón se acercó a las escaleras que daban a la azotea. Poco menos de un metro separaba su casa del edificio contiguo. Aarón se asomó sobre la baranda de las escaleras, miró hacia abajo y calculó una altura de casi ocho metros. Suficiente para romperme varios huesos –concluyó. Luego de unos segundos de indecisión y de asegurar que nadie lo fuera a descubrir en tan inexplicable posición, trepó sobre la baranda y se tambaleó un momento hasta que pudo mantener el equilibrio. Luego se inclinó hacia adelante y apoyó sus manos en la pared del edificio. De esta manera, como haciendo planchas en vertical usando el edificio, Aarón quedó suspendido. El ángulo de visión era casi recto y no le permitía observar el baño en su totalidad. Aun estirando su cuello al máximo, la parte inferior de la ventana le quedaba a la altura de la nariz. Finalmente, tras practicar varias veces, definió cual sería la maniobra que ejecutaría la próxima vez que escuche la ducha.

Con el paso de los días Aarón se sintió más confiado y empezó a rondar la ventana con mayor frecuencia. La escalada le parecía cada vez más sencilla y se sentía apto de llegar a la cumbre sin perder el aliento. A pesar de la repentina valentía que había adquirido, por cinco días no volvió a escuchar la ducha abierta. La duda mata –pensaba arrepintiéndose de no haber aprovechado la oportunidad que tuvo y, por el contrario, imaginaba a su primo trepando decidido, incluso, hasta a meterse por la ventana.

La primera vez que Aarón vio aparecer el cuerpo desnudo de la vecina frente a sus ojos tuvo la sensación de estar en un desierto recorriendo frondosas dunas de blanca piel, bajo el sol más ígneo. Desvariando, Aarón cayó  sobre la arena y alzó la mirada al cielo: estaba celeste y despejado, como nunca lo había visto. En él, los senos de ella flotaban libres como un par de pomposas nubes y esto aumentaba su excitación. De pronto, la vecina sacudió su negra cabellera y el cielo se apagó oscureciendo por completo el desierto. Aarón se sintió observado y el miedo lo invadió. Aun así, deseaba más.

Entusiasmado, orgulloso quizá, llamó a Gerardo para contarle los acontecimientos. La respuesta de su primo no fue tan efusiva como esperaba. Tal vez ya tiene en la mente a una chica nueva –pensó Aarón. Así era Gerardo después de todo.

-¿Qué pasaría si alguien me encuentra encaramado espiando por la ventana? –dudó Aarón antes de escalar la segunda vez. -O peor ¿si la vecina me ve?... ¿o si quiere que la vea?

Luego de descubrir el cuerpo de la mujer que lo tenía impaciente, Aarón tuvo repetidas sesiones de sexo imaginario. Durante varias semanas su corazón pareció latir tantas veces en un segundo que su pene pasaba del reposo a la erección sin punto medio. En posiciones nunca antes practicadas pero siempre sosteniéndose con la mano izquierda en la pared, Aarón desencadenó con su mano derecha un sinfín de pajas increíbles. El vapor del agua caliente que salía por esa ventana le erizaba la piel, se le metía por los poros y lo hacía desbordar libido.

Los días empezaron a perder las horas y todo en la vida de Aarón comenzó a girar en torno a ese momento, a esa mujer, pues, aun cuando no se hallaba colgado de la ventana, en su mente retumbaba el sonido del agua corriendo. En sueños se metía por la ventana y la vecina lo recibía. Vestido entraba a la ducha. Primero la besaba y la sostenía por la cintura; luego le besaba el cuello y le apretaba las nalgas. Mientras la mano de la argentina se acercaba más a su pene, Aarón sentía como su ropa se humedecía. Sos Aarón, ¿verdad?... Me gusta tu nombre, che –y mirándolo a los ojos y estrujándole el falo, la vecina seguía susurrando –Aarón... Aaaron, mi varón... Mi varón –Él la tomaba de la cabeza y la dirigía hacia abajo hasta ponerla de rodillas. Hasta que toda su ropa se empapara.

La primera vez que Aarón observó por la ventana sin someter a su pene a estrujamientos hedonistas, encontró los ojos verdes, las cejas delgadas y la sonrisa impecable de su vecina; esa sonrisa que al surgir le generaba pequeños hoyuelos en los cachetes. En sus hombros descubrió pequeñas pecas y, en el hombro izquierdo, un tatuaje de Campanita. Aarón sonrió al pensar que por esa ventana se le permitía conocer a la vecina, incluso, más allá de la desnudez, pues en esos detalles había logrado ver a la niña que existía dentro de ese cuerpo de mujer.

Desde esa vez, todo comenzó a acontecer en cámara lenta. El chorro de agua se descomponía en miles de gotas las cuales se precipitaban con vehemencia hacía la piel de la argentina. Deseosas por humedecerla se destruían con el impacto y se deslizaban por su espalda, su pecho, sus piernas hasta finalmente morir en el piso.

Acomodado ya en la clásica posición, Aarón se asomó una vez más por la ventana. Su cuerpo ya ejecutaba la maniobra sin pensar, el ejercicio sería ya parte de la memoria muscular del joven para siempre. Esta vez la argentina estaba ahí, simplemente parada bajo el agua, hermosa como siempre, pero estática. Movía las manos de manera extraña a la altura de su vagina.  Su pasividad generó impaciencia en Aarón quien, osado, añadió una movida extra a la maniobra, una movida forzada con la cual logró elevarse un poco más y así pudo ver por primera vez toda la habitación. El cuadro completo, los rincones no explorados de ese mundo ideal al que tenía acceso para alimentar pasiones propias de la edad, propias de un niño desesperado por ser hombre. Los dedos de la argentina desaparecían entre los cabellos de un hombre que, arrodillado, compartía la ducha con ella. Aarón trastabilló pero se aferró con fuerza a la ventana; a su ilusión. Fuerte, más fuerte –dijo la argentina y se mordió el labio inferior. Luego tiró del cabello del hombre apartándolo de su cuerpo por unos segundos. El hombre era Gerardo.

Aarón cayó; perdió el equilibrio que tanto le había costado alcanzar y cayó. Simplemente no estuvo a la altura de sostener el nuevo movimiento.

miércoles, 11 de noviembre de 2015

A la orilla de la muralla


En el gimnasio, agitado al terminar un ejercicio, Aaron nota que un hombre lo mira tras un disimulo mal escenificado. Contextura mediana, 1.70 de estatura quizás. Cabello y ojos negros, piel blanca, cara ovalada. Nariz deprimida. En sus 50 probablemente. Un hombre normal, promedio, sin mayor gracia. Solo un hombre de ojos negros que lo mira.

El asma es el ahogamiento de aquel que cuando feto le faltó aire en el vientre.
Aaron superó el asma con el deporte. El karate y la natación tuvieron una presencia fugaz durante su infancia pero, finalmente, se quedó con el fútbol. Emotivo recuerda aquellos veranos en los que su padre lo inscribió en la escuela de fútbol. Durante seis años. Tres veces por semana, los tres meses de cada verano compartieron esa experiencia. Motivada, en principio, como un tratamiento para el asma, pero finalmente almacenada en la memoria como una de sus mejores vivencias juntos.

Luego de esos años Aaron nunca se despegaría del fútbol. Con el paso del tiempo y por practicidad, se adecuó a la disciplina del gimnasio. Incorporó también el gusto por montar bicicleta y así, con esos tres pilares, erigió la muralla para repeler los ataques.

El hombre lo mira cuando Aaron no lo mira, Aaron lo mira cuando el hombre no lo mira.
¿Quién es? ¿Es alguien?

Aaron sale del gimnasio. Hoy caminará las 12 cuadras que normalmente recorre en bicicleta ya que fue a entrenar directamente desde la oficina. El sol aún brilla, el cielo está despejado.  
¿Quién es? Es alguien.

A los seis años, Aaron entraba en crisis si a las 10 de la noche su mamá no estaba ya en casa. Llantos de hijo único perturbaban a los vecinos y a su abuela materna, la cual vivía en el piso de abajo. Al principio, la abuela, intentaba calmarlo, quizás más por vergüenza con los vecinos que por convicción. Pero poco tiempo después se cansó de subir escaleras en vano y aprendió a dejar que el crio se desgarre la garganta.

Alguna vez Aaron se topó con un pez en la orilla. Con los ojos estáticos, el pez abría y cerraba la boca. En su desesperación, intentaba dar grandes bocanadas de aire, intentaba respirar por más que jamás pudiese hacerlo. Muchas veces Aaron disfrutó en secreto los ataques de asma que lo aquejaban. Pues, además de contar con toda la atención de su mamá, le permitía experimentar la desesperación generada ante la incapacidad de salvar su propia vida, tal cual la sintió aquel pez ese día en la playa. Cuando los días de falta de aire quedaban atrás, las atenciones extremas de su mamá disminuían y Aaron, con varios kilos menos, miraba con nostalgia como el mar alcanzaba al pez y lo salvaba..

Cuando Aaron tenía nueve años, Gerardo, su tío, se mudó al tercer piso con su mujer e hija. La casa de su abuela en Jesús María, aquel lugar que aún aparece en algunos de los más desolados sueños de Aaron, era roja, grande y de arquitectura intrincada. El primer piso constaba solo de un pasadizo pintado de color rosado que conducía, sin mayor distracción, a unas escaleras recubiertas de madera. La casa empezaba en el segundo piso. Ahí vivía sola la abuela y es ahí a donde Aaron y su mamá tuvieron que mudarse con la llegada de Gerardo. Fue la segunda mudanza de Aaron luego de que sus padres de separaron.
Para esa época, él ya no orquestaba con su llanto las noches en su cuadra cada vez que su mamá salía. Aaron aprendió a dormirse en la cama de Esther, su madre, las noches que ella llegaba tarde. Así estaría obligado a despertarse cuando ella llegue y tenga que volver a su cama. Recién ahí podría conciliar el sueño de manera placentera. La desesperación detrás del llanto del niño no desapareció, solo se camufló, mutó en una estrategia más acorde con su edad.

Esa noche Gerardo llegó a casa a la media noche. En el estacionamiento había un auto de lunas oscuras el cual llamó su atención: nadie en la casa tenía carro.
La llave penetra la cerradura, solo medio giro hacia la derecha basta para que se abra la puerta. Gerardo entra. Hace un ruido de molestia chocando la lengua con la parte posterior de sus dientes. Gira tres veces la llave asegurando esta vez sí la puerta. Camina por el pasadizo de paredes rosadas. Pasa al lado de su bicicleta y desliza suavemente la mano por el asiento. Al lado está la de su sobrino también.

En la cama de su mamá Aaron duerme el sueño del impaciente: golpes retumban a lo lejos. Gritos distantes que parecen acercarse a medida que Aaron sale del aletargamiento. El despertar no fue abrupto porque el sueño no era profundo.
La televisión prendida transmite a esa hora algún programa sin sentido, sonido estrictamente ambiental. La puerta entreabierta permite el paso de la luz del hall, la cual penetra con potencia la habitación y la divide en dos partes. En una, Aaron, medio dormido, se siente solo en la cama de su mamá; en la otra, la cama de Aaron se siente sola sin él.
Se reincorporó poco a poco. Si bien ya podía tolerar que su mamá llegara tarde, no le gustaba despertar y darse con que aún no estaba. Se sentó en la cama, miró hacia ambos lados, se tocó la cabeza. Tenía el cabello parado. Se movió hasta el borde de la cama, puso los pies descalzos en el suelo. El frío trepó por ellos con fuerza y acabó de despertarlo. Ya con los sentidos a punto, cayó en cuenta de lo extraño que resultaba la luz del hall encendida a esa hora, pues si a Aaron le aterraba hasta la muerte que Esther no llegue a casa, a su abuela le sucedía lo mismo con la idea de que llegarán a fin de mes recibos de luz o agua ligeramente elevados.

Voces conocidas eran las que se distorsionaban en los gritos que se oían en alguna parte de la gran casa. La asustadiza mente del niño, la cual normalmente hubiese explotado en alucinaciones dramáticas, se quedó en blanco contradictoriamente. Los sonidos eran tan reales y la situación tan estimulante que no fue necesario que su mente forjara escenario alguno.


Aaron sale del dormitorio. Al otro lado del hall, el baño también destaca por tener la luz encendida. En el piso se observa ropa tirada. Indeciso, como un soldado solitario que debe cruzar la línea de fuego hacia territorio enemigo, Aaron atraviesa temeroso el hall y entra en el baño para husmear. Una camisa verde oscuro cuelga del lavatorio. Su improvisada presencia destaca en el ambiente plagado de celeste del baño de la casa de su abuela. El caño abierto y ropa repartida por el suelo completan la desordenada escena de esa hora de la madrugada. Aaron, aún con la mente en blanco, sortea la ropa del suelo y se detiene para observarse en el espejo que está encima del lavatorio. Su cabello está alborotado, sus ojos están rojos, tan rojos como amanecían cuando lloraba por la ausencia de su mamá. Cierra el caño, apaga la luz. Los gritos regresan.

Gerardo pelea. Las paredes rosadas del pasadizo de las bicicletas son el escenario donde Gerardo defiende el honor de la casa de su madre de la manera que mejor sabe, tal cual le enseñó su ausente padre, con los puños. Su fuerza se potencia en su ira. Gerardo es grande, pero al lado de su casi desnudo rival se ve gigante. La sangre parece no ser el límite, parece que solo la muerte es la señal de pare. Su esposa intenta contenerlo. Su hermana lo ataca, lo golpea, lo araña. Gerardo solo tiene ojos para su presa y cada vez encuentra menos resistencia en ella.

Botellas de vino decoran la mesa del comedor. Atraído por la luz, Aaron las encuentra. En la pared, el reloj de bordes plateados y números negros marca la 1:40 a.m. La madrugada es un mundo nuevo para Aaron. La madrugada es el momento de la libertad, de la tentación. Es un momento al que él no pertenece pero al cual decide adentrarse atraído por el peligro. La oscuridad, la imposibilidad de ver, el no tener el control. El dominio del miedo.

Finalmente, Aaron, reconoce que los gritos provienen de abajo, de la entrada de la casa. Deja atrás la escena de los vinos, camina unos pasos y se para frente a la escalera recubierta en madera gastada que conduce hacia el pasadizo rosado. Esas escaleras, en las que él tantas veces ha jugado con sus primos, son ahora un túnel oscuro, son ahora el descenso final al infierno personal del niño. Los gritos son ahora reconocibles. Las voces de su tío, su esposa y Esther; su madre, se mezclan en un griterío perturbador. -Están robando- llegó a pensar Aaron.

La ira de Gerardo hunde el índice y el anular de su mano derecha en los ojos de su rival. Los gritos de todos parecen acallarse cuando el hombre casi desnudo, el hombre cuya camisa verde descansa en el lavatorio del piso de arriba, expele un alarido corto pero penetrante. Gerardo siente los suaves globos oculares del hombre, esa distracción lo conecta. Siente los furibundos arañazos que su hermana le propina en el rostro, los gritos de su esposa, ve las bicicletas tiradas y el pasadizo empieza a estrecharse. Cierra los ojos e intenta buscar en su mente un freno, una mano que lo jale y lo arrebate del frío abrazo de la ira. Su hija, su niña, lo alcanza; le tiende la mano que nunca antes había encontrado al cerrar los ojos y lo libera del aciago abrazo.

Aaron bajó y observa desde la escalera: su bicicleta tirada, un hombre desconocido semidesnudo y ensangrentado gritando, su tío parado, con la camisa rasgada mientras Esther, su madre, desnuda, lo golpea.

La mente deforma los recuerdos cada vez que los pensamos. Una canción, un gesto o un hombre son capaces de despertar recuerdos olvidados pero potentes; recuerdos capaces de alterar el orden establecido para luego ser re-almacenados deformados para siempre.

El camino se ha tornado más largo y el cielo se ha cerrado repentinamente. Aaron llega finalmente a casa.  -¿Se podrán meter los dedos en los ojos de alguien sin dejarlo indefectiblemente ciego?- Los rayos del sol sufren para atravesar las nubes. Aaron introduce la llave en la cerradura con dificultad. Le falta el aire. 
¿A Esther realmente le importó?
Con los ojos estáticos, el pez intenta dar grandes bocanadas de aire en la orilla.



domingo, 11 de octubre de 2015

Adaptación

Era verano, pero aun así esa noche de lunes, el frio se colaba a través del delgado buzo de Aarón.

Abruptamente Aarón se detuvo mientras caminaba por un parque. Buscó en los bolsillos de su buzo. Nada en el derecho. Mientras llevaba la mano izquierda al otro bolsillo pensó: si no está, todo se arruinará. Tendría que volver a casa y la demora, por más mínima que fuese, sería el lapso indeseable para que el plan con Antonella se caiga. La comodidad de andar en buzo por la vida implica no llevar peso en los bolsillos. Así, sin billetera, solo con las llaves de su casa y el celular en la mano, Aaron pensó a velocidad incalculable mientras su mano se aproximaba esperanzada al bolsillo izquierdo. 
Las huevas tío, ya vemos. 
El dedo índice y el gordo unen destreza y sostienen cuidadosamente el cierre izquierdo del buzo negro de tres rayas. A pesar de las ansias lo deslizan con parsimonia. Si estás apurado, vístete despacio. 

La mano izquierda gira la perilla de la habitación 308. Aarón abre la puerta, Antonella entra rauda, decidida. Él se hace a un lado y la deja pasar. 
En situaciones así, los gestos de caballerosidad y de seducción son cartas que no se pueden dejar de jugar, más aun con alguien como ella. 
Aarón prende la luz, ella pasa delante de la cama. La bordea, pone su mochila en el piso, apoyada en la me
sa de noche. Saca un colet, camina un poco por el cuarto mientras juega con su cabello. Parece un león enjaulado. Finalmente se detiene y se mira en el gran espejo que cubre casi toda la pared de ese lado de la habitación amarilla. Se amarra el cabello.
Aarón
cierra la puerta y avanza, ella lo ve pasar frente al espejo. Se posiciona al lado izquierdo. Se quita las zapatillas y se echa. Decidido.
Ya está, la parte más difícil era atraerla hasta acá- se dice confiado. Ahora, echado ahí, bajo la tenue luz de las lámparas, sus ojos y su perspicaz mente se encargar
án de llevar la noche. 

Antonella encima, dominando la escena como me lo esperaba. Su movimiento es duro, uniforme y tenso. Cargado. Únicamente su delgado calzón morado la separa de la desnudez. Mis manos, las que hace menos de veinte minutos hurgaban los bolsillos de mi buzo, el cual ahora yace en el suelo, se posan en su cintura. La sostengo, entiendo su ritmo. Es momento, aprieto con firmeza, quiebro su ritmo, impongo el mío. Se resiste pero soy más fuerte. Estoy más decidido. Cierra los ojos, tira la cabeza hacia atrás. 
Sucumbe.
Gira, se ve en el espejo, se siente mala. Nasty. Un lunes, después de clases, a  las 8 de la noche, en la habitación de un hotel a punto de tirar con un hombre que le eriza la piel con solo ver su nombre en el celular. La idea la libera. Sus fantasías más bajas brotan. Se ve al espejo, ve las manos que la aprietan sobre su cintura. De pies a cabeza se observa, se gusta. Es una mujer teniendo sexo.
La volteo, ella me besa sin trabas. Está aquí, está en la situación y la quiere disfrutar. 
Mi perspicaz mente. 
Dejo el beso a medias, bajo a su pecho, a su abdomen. Meto las manos entre las tiras del calzón y su piel, lo empiezo a quitar tirando hacía abajo con el dorso de mis manos, ella mueve la cadera para acelerar la maniobra, subo por su muslo derecho, lento. Quiero hacerlo pero quiero que ella lo desee más, que su cuerpo me dé la señal. Sus piernas se desesperan, me toma del cabello con fuerza, me jala. Quiere mi boca entre sus piernas. La quiere ahora. 

Apúrate -dice Antonella con la respiración entrecortada. 
En cuclillas busco en el buzo. 
¿Qué haces? -ella se toma la cabeza, mueve descontrolada las piernas. 
Mis manos rebuscan crédulas en los bolsillos. 
Antonella levanta la cabeza. Me ve sosteniendo el buzo agachado al borde de la cama.
La demora, por más mínima que fuese, sería el lapso indeseable para que el plan se caiga.
Pienso. 
Me levanto. Transpirado, excitado. Sé cuánto le atraigo, juego esa carta. La luz de las lámparas me da de frente.
Antonella recorre mi cuerpo con los ojos, de abajo a arriba. Mantengo la mirada firme esperando que sus ojos lleguen a los míos, esbozo mi sonrisa más encantadora. Nos miramos fijamente sin ningún gesto de por medio. La disputa por el control en el punto más álgido. Uno, dos. Dos segundos. Ella pasa la lengua por sus labios- la señal. Arrojo mi buzo al suelo con fuerza. El control es mío.



Aarón baja por las escaleras, la noche sigue fría. Antonella va detrás fumando un cigarrillo, lleva el cabello suelto, cual melena de león nuevamente. Pasan por recepción y llegan a la calle. Se despiden y cada uno se va para un lado. Antonella camina hasta la esquina y voltea. Distingue a Aarón por su buzo. Lo ve cruzar la pista y desaparecer por un pasaje.

martes, 18 de agosto de 2015

Llueve


Llueve, aun así Alfredo decide dejar la comodidad de su casa y sale a caminar. No esperes a que cese la tormenta, aprende a bailar bajo la lluvia- piensa. Una vez afuera, se da cuenta que en Lima decir que llueve es relativo. Camina media cuadra y llega a la avenida Juan De Aliaga, se detiene y levanta la mirada. A diferencia de años atrás, ahora enormes muros de concreto se ciernen a ambos lados de la avenida. Parecen aprisionarla, estrecharla como si cada vez se acercaran más entre si. Baja la cabeza, suelta una sonrisa desaprobatoria. Cubre su cabeza con la capucha. Se pone audífonos.

Cruza Javier Prado y pasa por un Starbucks. Dentro todo se ve tan cálido, tan ajeno. Las personas conversan como en un mundo aparte. Un mundo aparte el cual se torna más cálido porque contrasta con el externo. Desinteresados disfrutan de un café caliente en un entorno caliente dentro de un mundo frío. Son solo personas disfrutando de un café. En fin, hay quienes sienten la lluvia, otros simplemente se mojan- concluye y sigue caminando por Juan De Aliaga en dirección al malecón de San Iisdro.
La música le marca el andar. En cada paso intenta llevar el compás y por ello, según sea necesario acelera o retrasa las pisadas. Sin sonido ambiental el mundo nocturno se ve distinto. La melodía es capaz de engañar a nuestro cerebro y así, si la melodía es alegre, el mundo lo será. En la esquina siguiente, bajo la verde luz del semáforo, un taxista y un potencial cliente comparten amenamente un cigarro y negocian la tarifa calmadamente mientras se forma una cola de autos. Los conductores apoyan entusiastas la negociación. Alfredo sube al máximo el volumen, aprovecha la pausa en el tráfico y cruza.

Chirapita. Una vez en Cúsco, el papá de un amigo le dijo entre risas que a la lluvia limeña le llamaban así. Miserable chirapita. Lluvia mediocre- piensa Alfredo. Se quita la capucha con la mano izquierda y con actitud retadora mientras suena un rock fuerte. Cruza la pista sin mirar y decide pasar por Pharmax para comprar unas cervezas. Ha decidido ir al malecón y con cervezas el camino puede tornarse menos largo. Quiere sentarse al borde del acantilado y embriagado desafiarlo. Blufear a la muerte una vez más a pesar que la inmensidad del océano le recuerde lo arbitraria que puede resultar su existencia para la vida.

Ingresa por la puerta del estacionamiento. Hace tiempo no venía- recuerda. Avanza entre los anaqueles de la parte de farmacia, atraviesa la sala de perfumes y dobla a la derecha. Se acerca a la refrigeradora y toma un six pack. Se acerca a la caja y paga con un billete de cincuenta. Camino a la salida pasa al lado de la escalera que da al segundo piso. Las barandas blancas y los escalones recubiertos con alfombra ploma le permiten recordarse de niño subiendo las escaleras con gran esfuerzo de dos en dos entusiasmado hacía la juguetería. Decide subir. Posa la mano izquierda en la ya conocida baranda y sube los escalones de tres en tres.

Alfredo camina entre repisas plagadas de juegos de mesa, peluches y todo tipo de juguetes. Dando vueltas se topa con una chica y un niño con cara de querer entrar en berrinche. Cruza miradas con la chica, se sonríen y luego ella mira al niño con gesto de resignación. Lo que más recuerda de Pharmax era cuando iba con su papá y compraban autos Hot Wheels para hacerlos competir en las pistas de carrera que tenía. Aún deben estar guardadas por ahí- asevera. Luego de buscar unos segundos encuentra los Hot Wheels expuestos en sus pequeñas cajas. Coge una cajita y mientras la examina con una sonrisa nostálgica recuerda su modelo favorito. Uno de colores morado y negro, el motor expuesto y sin techo. Las carreras con su papá siempre concluían de manera confusa. La meta nunca se encontraba en un lugar fijo, mejor dicho se encontraba en donde lo convenía a su papá. Alfredo ganó pocas veces pero a cambio aprendió que hay sacrificios que se pueden hacer en pro de la diversión.

Motivado por la nostalgia decide comprar el carro. Se acerca a la caja y se quita los audífonos.
Apenas se conecta con el mundo real, oye una voz con un tono quejoso. “Dile Úrsula. Dile carajo es tu culpa. Yo lo quiero”
Alfredo voltea y ve al niño escondido detrás de la chica. El niño lo mira fijamente con el ojo que no tiene escondido detrás de la chica. Sin los audífonos Alfredo repara en las facciones de la chica y la escanea rápidamente. Le parece simpática.
Disculpa, mi hermano es un niño engreído a pesar que ya tiene 13 años, el niño hace un ruido de disfuerzo, quería el carro que tú cogiste. ¿Puedes decirle que no joda y escoja otro?- dice Úrsula con su hermano encaramado a su cintura.
Alfredo sonríe. Observa al antipático niño y le dice que no joda. Úrsula ríe y le dice gracias. El niño camina resignado hacía el estante de Hot Wheels, Úrsula se acerca a la caja y se pone junto a Alfredo. 
El niño toma con desgano cualquier caja y se acerca a la caja arrastrando los pies.

Treinta soles- dice la cajera.

No recordaba lo caros que eran- piensa Alfredo en voz alta. Deja la bolsa con las cervezas en el piso para sacar su billetera.
Lo son y encima es peor cuando los tienes que comprar para que te dejen en paz- Úrsula comenta y sorprende a Alfredo. La mira y levanta las cejas. Me imagino- dice.

“Es tu culpa me hiciste demorar por…” es lo último que escucha del niño, se pone nuevamente los audífonos y se dirige hacia las escaleras. Abre la caja, saca el carro de juguete y lo hace avanzar por el pasamano mientras baja. Así como cuando era niño.

Sale por la puerta principal. Guarda su nuevo juguete en un bolsillo. Se pone la capucha, camina media cuadra por Salaverry hacía el parque de la pera y la lluvia se detiene. Carajo. Mira hacia el cielo como intentando pronosticar si la lluvia seguirá. Se detiene y empieza a buscar una canción que le gusta.
Oye olvidaste tus chelas. Alfredo levanta la mirada y se encuentra con los ojos de Úrsula. El niño antipático la sigue de cerca.
Se quita los audífonos. No me había dado cuenta, gracias.
Extiende la mano y le da la bolsa. De nada.
Úrsula pasa de frente, Alfredo se queda mirándola. El niño abre con desgano la caja.
Yo también voy para allá, te acompaño.
Claro, normal.
Guarda los audífonos y acelera un poco el paso para ponerse al lado de ella. El niño viene atrás.
Medio especial tu hermano. Si. Siempre que me acompaña le tengo que comprar algo.

Entre silencio y conversación banal avanzan cuatro cuadras, cruzan la avenida Del Ejército, pasan por el Inkafarma y avanzan media cuadra frente al parque de la pera. A Alfredo siempre le ha gustado lo amplia que se siente esa zona.
El niño corre y abre la puerta de una casa blanca. Voltea, lanza una mirada de odio y cierra con fuerza. Úrsula tiene el cabello negro. Ni largo ni corto. Su piel es muy blanca, las cejas delgadas y delineadas, los pómulos marcados. La noche no permite descifrar el color de sus ojos pero aun así su mirada te hace pensar en que se convertirá en lobo en cualquier momento y no sabrás que hacer.
Úrsula observa cómo se cierra la puerta y luego voltea hacía Alfredo.

Bueno yo estaba yendo a…

La frase de Alfredo es interrumpida. Úrsula se acerca, lo toma con fuerza de la nuca y le mete la lengua hasta la garganta. Él logra corresponder el beso recién dos segundos después. Suelta la bolsa, la toma por la cintura, aquella cintura que vio rodeada por los brazos de su hermano hace solo minutos. El beso de ella pareciera querer partirle la cara. Alfredo se sorprende al notar que a pesar de la violencia del movimiento de la boca y la lengua de Úrsula, el beso es de alguna manera sutil. Ella se pega con fuerza hacía el pecho de Alfredo, él siente su cuerpo y lo dibuja con el tacto. Está buena- concluye.

La puerta de la casa se abre, Úrsula interrumpe el beso, Alfredo queda desconectado con los ojos cerrados unos momentos. El niño antipático los observa desde la puerta. Quiero tomar esas cervezas contigo- se apresura en decirle Úrsula a Alfredo. El hermano se acerca. A cada paso Alfredo nota que en verdad ya no es tan niño. Después de todo tiene 13 años- recuerda.
Se detiene frente a ella, baja la mirada, observa la bolsa con cervezas y levanta la mirada de nuevo.

Que me dé el carro y me quedo solo normal.